Cont

SILENCIOS DEL HUMANISMO

 

1

Dios e importancia


Solamente Dios es importante. Ninguna otra cosa tiene importancia alguna en sí misma. No importa lo que sea, nada es importante en sí aparte de Dios. Ni siquiera el cielo, ni el universo, ni nosotros, ni nuestra salvación, ni nuestra perdición, ni nuestra tribulación, ni nuestro dolor, ni nuestro servicio, ni nuestra adoración, ni nuestra búsqueda, ni nuestra oración, ni el trabajo de la Iglesia. Nada es importante en sí mismo, sino sólo Dios. A nada debemos atribuirle importancia aparte de Dios, porque nada la tiene en sí. Mucho menos debemos atribuirle a nada, ni a lo más noble, ni siquiera a nuestra perfecta obediencia y adoración, menos a nuestra salvación eterna, mayor importan­cia que a Dios. Solamente Dios es importante en sí mismo, y es sólo Él quien da importancia a las cosas. Las cosas no son importantes en sí, sino solamente con relación a Dios. Es decir, las cosas tienen solamente la importancia que les da Dios. Son importantes solamente porque Dios les da importancia. Y son importantes solamente en la medida en que Dios les da impor­tancia. He allí el gran amor de Dios: que siendo sólo Él impor­tante, Él le dio importancia a las cosas, y éstas llegaron a ser importantes solamente en función de Él; es decir, porque Él les dio importancia. Y si le damos importancia a las cosas, no es por ellas mismas, sino por causa de Aquel que las hizo importantes. Son importantes porque es importante Aquel que les da importancia. De otra manera no tendrían importancia. La importancia de Dios le da importancia a Sus cosas, a Su creación, a lo más ínfimo. Es importante porque fue Dios quien lo quiso y lo creó. Cualquier cosa que pretendamos hacer más importante que Dios, es una abominable idolatría, aunque fuese el acto mismo de adorar. Debemos atender más al adorado que a la adoración misma. La adoración no tiene importancia en sí, sino que, porque Dios es importante e hizo importante la adoración, ésta entonces es importante, porque es importante el que la busca y la merece. No se debe adorar por adorar.  En ello hay pecado. Se debe adorar a Dios, porque Él es importante, lo único importante, el sentido de todo. Ahora bien, por causa de la importancia de Dios, debemos darle la justa importancia a todas las cosas que Dios les dio importancia.  Su amor hizo importante a lo que no era y le concedió participar de pura gracia. Así que todo es importante en cuanto dispuesto es de Dios. Si le restamos importancia a lo que Dios le da importancia, estamos ofendiendo la importancia de Aquel que quiso hacerlo importante. No debemos darle a nada más ni tampoco menos importancia de la que Dios le da.  Dios, y no el hombre, estable­ce de sí, la verdadera importancia de las cosas.

 

2

Del Padre y el Hijo


El amor del Padre y el Hijo cual Espíritu Santo es nuestro ejemplo y es la dinámica misma de nuestro amor cristiano. No solamente el Padre está en el Hijo, sino que también el Hijo está en el Padre, en el seno mismo del Padre; es decir, siendo el deleite completo y perfecto con que se alimenta el Padre. “Tú, oh Padre, en mí, y yo en ti”.[1] “No me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada”.[2] “Y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”.[3] “Este es mi Hijo amado en el cual tengo complacencia”.[4] “Que todos honren al Hijo como honran al Padre; el que no honra al Hijo, no honra tampoco al Padre”.[5] “Padre, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti”.[6] “Que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre”.[7] Todas las cosas existen para honrar al Hijo.  Lo que no honra al Hijo no merece existir.  En todas nuestras decisiones el Hijo debe tener la preeminencia.  “El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano”.[8] Dios todo lo quiso crear por medio del Hijo y para el Hijo. ¿Cuánto es entonces Su amor por nosotros? Pues no escatimó a Su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, repartiéndolo entre nosotros para hacernos Su cuerpo. Su Hijo se despojó para compartir con nosotros Su despojamiento y así librarnos de nuestra rebeldía, reconciliándo­nos con Dios. El Hijo es el amor del Padre por los hombres y es el amor de la iglesia por el Padre. El Hijo lo llena todo en todo; el Padre lo llena por el Hijo. También la iglesia es coheredera de la plenitud de Dios por medio del Hijo.

 

3

Seno

De la manera como Cristo está en el seno del Padre, así lo está la iglesia que está en Cristo.  Escondida con Cristo en Dios.  Por medio de Cristo tenemos entrada y permanencia en Dios.

 

4

Fidelidad

Dios es fiel a sí mismo.  En el Hijo está cumplida la fidelidad del Padre.  Por eso en el Hijo fueron creadas todas las cosas, para que sostenidas, redimidas y juzgadas por Él, puedan serle fieles y para Dios, por medio de la fidelidad de Él.  27[Dios] Todas las cosas las sujetó debajo de sus pies [del Hijo].  28Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para Dios sea todo en todos”.[9]

 

 


5

De la necesidad de los mártires

Cristo fue entregado para ser despedazado por la furia de los hombres. ¡Cuán necesario nos es Cristo!  Cuán necesaria es la iglesia, que es Su cuerpo, la cual, al igual que Su cabeza, pero no en expiación, es entregada también para ser despedazada por la furia de los hombres, y ser así con Él el alimento de la humani­dad.  Cuánta necesidad hay de voluntarios que en Cristo se entreguen cual corderos como comida eterna en la resurrección de los hombres, homicidas y perversos en todo.  Cuán necesaria es la verdadera iglesia que soporta en silencio y amando.  Cuán necesarios son los mártires.

 

6

De la esencia y la existencia en Dios



La divina esencia propia del Padre participa esencia al Hijo de Su misma esencia. La existencia eterna del Hijo revela la esencia propia de Dios. El Ser Divino tiene esencia y existencia. El Ser Divino es Espíritu, es Santo y trascendente. El Ser Divino es por sí y existe en sí; permanece y se revela; es eterno e inmutable y se mueve plenamente. Se mueve plenamente el Ser Divino en sí y es inmutable en Su movimiento. Sí, Su movimien­to es pleno y Su plenitud es inmutable. Su plenitud inmutable, invisible e inherente mora o habita complacidamente en el reposo de Su revelación que es acción y movimiento, lo cual es el resplandor de Su gloria, el Hijo con la plenitud del Padre, el Unigénito del Padre. Dios es uno, todo el Ser Divino, esencia y existencia, plenitud y revelación, inmutabilidad y movimiento, Espíritu. Su Espíritu es y actúa y es la identidad purísima y perfectísima de Su amor que es uno, y como amor: matrimonio de esencia y existencia, atributo y revelación, plenitud, sentido y satisfacción. Dios permanece; y cuando en Su esencia dispensa, engendra y exhala, entonces es el Padre, quien permanece asentado en sí eternamente. Y cuando se conoce y se revela, lo cual ha hecho desde la eternidad, entonces en y de Su misma esencia engendra inmanentemente a Su Verbo que, subsistiendo eternamente cual Verbo de Dios en la única esencia divina, y participante de ella, es el Hijo. El Padre está en el Hijo y el Hijo está en el Padre. Y cuando Su Espíritu actúa, y lo hace amando eternamente, entonces es el Agente Divino procedente y pleno, exhalado en y de la misma esencia y cual Persona, la tercera, de la misma esencia; es el Espíritu Santo. El Padre eternamente se conoce y se exhala amando. Es también eternamente revelado y amado. Así es la esencia divina inmutable y en movimiento eterno. El Padre, pues, se revela con el Hijo y actúa con Su Espíritu. El Espíritu opera, pues, con todo lo que es del Hijo, quien es la imagen de Dios, Su misma revelación, el resplandor de Su gloria. Dios, pues, es y permanece, se revela y actúa. Es uno y es el Padre revelado en el Hijo y en acción por Su Espíritu. El Espíritu es, pues, del Padre y del Hijo; es el Espíritu del Padre y es el Espíritu del Hijo. El Espíritu evidencia hoy la esencia del Ser Divino que se hace así entonces evidente por sí mismo.  También le ha evidenciado en parte la creación de todas las cosas. Su acción se ha evidenciado en la creación y en la redención, y se evidenciará en el juicio. El Revelado actúa y Su acción le evidencia. El Padre de gloria se dio a conocer por medio del Hijo, que le revela y por quien creó y redime y juzgará, en la virtud de Su Santo Espíritu. Dios es, sin embargo, solamente uno. El Ser de Su esencia es único. Su plenitud, Su revelación y Su acción son inherentes a Su simplicidad. Dios dice: “Yo soy el que soy”.[10] He allí Su nombre; Yahveh, el que es en sí mismo, de sí mismo y por sí mismo, y se revela por sí mismo. Yahveh se ha revelado y se revela mediante y como Jesús Cristo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna: Su Hijo Jesús Cristo. Y a Éste le conocemos íntima y evidentemente por medio de Su Espíritu, que se fusiona al nuestro que fue creado a Su imagen y semejanza, por medio del cual, y en unión al Suyo, nos hacemos uno con Él para participar de la naturaleza divina en Su gloria. El Espíritu Santo es entonces quien nos da a conocer al Hijo; y al conocerle a Éste, entonces conocemos también al Padre, que se reveló en y por el Hijo. Somos, pues, llamados al seno de Su gloria.

 

7

De la explicación final

La explicación final y última de todas las cosas tan sólo puede provenir revelada directamente de aquella Esencia Divina única que lo creó todo con propósito, y ha dicho de sí mismo: “Yo soy el que soy”.  Esa es la explicación final: Yo soy.

 

8

Importancia de recibir del Espíritu Santo

Es de suma importancia recibir directamente del Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios, pues es tan solamente el Espíritu Santo quien procede del Padre y del y por el Hijo, y toma lo del Hijo, que es también del Padre, y nos lo participa; lo da a la Iglesia. Dios y no la cultura, es la sabiduría de la Iglesia.

 

9

Del diálogo humano


La humanidad participa de un diálogo.  He allí sus bibliote­cas, sus revistas y diarios, sus archivos, sus modas, sus corrien­tes filosóficas y prácticas, el vaivén de sus opiniones.  Toda la humanidad está dialogando a lo largo de su historia.  Se ha sentado a la mesa a tratar de un algo.  Pero en medio de toda esa humanidad que charla, que dialoga y disputa, hay una cámara: la cámara de los privilegiados que dialoga en el templo los secretos más profundos.  Y esa cámara de privilegiados es la Iglesia de Jesús Cristo.  Ella se ha sentado a la mesa más íntima y trata el tema de las eternidades; y el tema es Yahveh.  Y el tema de Yahveh es Su Hijo Jesús Cristo.  Jesús Cristo es el tema del diálogo en la cámara secreta de los privilegiados.  Y cuando Yahveh nos habla de Su Hijo Jesús Cristo, también Yahveh, y nos lo enseña, entonces a sí mismo se enseña y se declara.  Es el tema de las eternidades; el mayor y más grande espectáculo; el maná secreto y escondido, reservado para la mesa de los privilegiados; el alimento sobre la mesa de la eternidad.  Privilegiado llegará a ser cualquier hombre que reciba a Jesús Cristo.

 

10

La pasión necesaria

El “ser para sí” del existencialismo es una pretensión cuya acción a priori e inmoral es motivada en la ignorancia del “ser en sí”.  La superioridad supuesta en el existencialismo de la existencia sobre la esencia en el “ser para sí” es una ilusión, puesto que el “ser para sí” debe primero sostenerse en el “ser en sí”, y éste conlleva “en sí”, en forma inherente, su propio “para qué”.  La angustia evidencia la inherencia del “para qué” en el “ser en sí”.  De modo que diferenciar ónticamente el “ser en sí” y el “ser para sí” es una ignorancia del esencialismo del propósito, el cual es evidente de por sí, de la misma manera como resulta evidente el “ser en sí”.  Tal ignorancia voluntaria es un robo que enajena a la misma existencia del “ser en sí”, el cual no puede garantizarse la autoposesión ante el peso de la contingencia frente al todo. El “ser para sí” es por lo tanto inmoral, injusto e incoherente. La autoposesión del “ser para sí” es una posesión ilusoria y temporal que conlleva su propia autodestrucción. La libertad no consiste en el absurdo del “ser para sí”, sino en la realización plena del “ser en sí”, que conlleva su “para qué” en forma inherente. La razón de esto es porque el ser precede a la libertad.  No hay libertad sin ser.  La libertad no escoge el ser, sino apenas una modalidad de éste, realizadora o enajenante. Pretender que la libertad escoge “ser en sí” para poder “ser para sí” es una ilusión, un castillo en el aire. Más bien diremos que al ser se le dio libertad para perpetuarse aceptándo­se tal como ”es en sí”, o autodestruyéndose con la negación y enajenación de su “ser en sí” evidente y ónticamente inmutable.


Los cambios y modos que afectan la forma del ser, no afectan su esencia, pues sólo son posibles los cambios y modos que la esencia misma ha determinado.  La esencia, pues, se enseñorea sobre la forma, y la forma obedece a la esencia.  Esto, de las criaturas, porque el Creador es Dios, y la criatura no se crea a sí misma.  El ser no se hace, apenas se descubre.  La dignidad del hombre es la esencia de la naturaleza humana que protesta contra la pretensión de la existencia que intente rebajar su cualidad inherente.  La desorientación de la existencia y su náusea acompañante, es la sentencia irrevocable contra el delirio existencialista.  Nuestra “hombridad” es esencial y no meramen­te existencial en todos sus recodos.  La libertad humana simple­mente reposa en el océano esencial; su destino es perpetuarse descubriendo su “para qué” y accionar su libertad en la realización de su asentimiento a la invitación del ser, al convite de Dios.  Tal invitación es llamado de la esencia, y por ella, de la Causa del “ser en sí”, y no debe ser presunción de la existencia. Cuando la existencia presume, se alista a despertar de su delirio enfrentándose a la enajenación, el absurdo y el abismo.  Tal enfrentar la carcoma del agujero de su ser[11] es el vértigo de la existencia,[12] la caída en el abismo.  De allí, la pasión inútil del humanismo existencialista. El “para qué” del “ser en sí” se evidencia en la utilidad, la urgencia, la necesidad, la exigencia y la unidad del ser dentro del contexto total de la realidad.


El Amor es, pues, lo contrario del “ser para sí”. El Amor eterno es el “para qué” del “ser en sí”. El Amor eterno es el matrimonio propuesto por la esencia a su propia existencia; aceptarse tal cual se es y aceptar a Dios y a los demás; es el abrazo del hombre y Dios y de los hombres entre sí mediante Dios, la pasión necesaria, la vindicación de la eternidad dada ahora al ser, si responde afirmativa y libremente a Dios. El humanismo teísta, o más bien, el teísmo humanitario del cristianismo, presenta la respuesta a la exigencia esencial de la dignidad humana; es por lo tanto alternativa más excelente a la de la “inutilidad” de la pasión del humanismo existencialista. La “contingencia fundamental” de la existencia, evidente de por sí, honestamente reconocida, marcha a la vanguardia de los enemigos implacables del ateísmo existencialista. El “Ser Necesario” sigue siendo, pues, la piedra fundamental de la dignidad humana. La “inutilidad” de la pasión existencialista es, pues, el gran baldón de execrable desprecio que se vierte contra la dignidad del hombre. La dignidad humana es inherente a la “hombredad” esencial. La dignidad humana no consiste en la “inutilidad” del “ser para sí”, sino en el lugar y en el hallarse y realizarse eterno del ser; la realización y sentido pleno y satisfactorio.

La satisfacción eterna es la exigencia natural de la dignidad humana, y tan sólo la encuentra en el cumplimiento del propósito esencial.  La vivencia de una “razón de ser” eterna, en el Amor eterno de Dios, es la cúpula de la dignidad. La dignidad máxima es ser aceptado para siempre en Dios. Y esto reside en la vida en virtud de Cristo, complacencia declarada del Padre. El existencialismo carece del discernimiento del Propósito Divino. Se ha hecho ante sí mismo huérfano, al convertirse en parricida de las evidencias objetivas del Espíritu del Ser Divino, contactadas vivencialmente por el espíritu de los seres humanos.


Quienes conocemos a Dios, lo conocemos directamente, aun más allá de Sus reflejos indirectos, puesto que la realidad divina también destella tales reflejos indirectos, pero a Dios le conoce­mos tan directamente como conocemos nuestra propia existencia y la existencia del universo. Simplemente declaro que para los conocedores de Dios, Éste se ha revelado a Sí mismo tan directamente que no necesita explicar Su existencia, puesto que ésta se ha explicado a sí misma tan evidentemente que se percibe más acá de la inferencia abstracta.  La fe contacta la vida misma en el espíritu. He allí la experiencia de que adolece el post-Tomismo; y es la falta que le ha hecho deslizarse al existencialis­mo.  Sören Kierkegaard y Gabriel Marcel se sostuvieron por la fe. El post-Tomismo se deslizó de la validez de la experiencia religiosa hacia la mera inferencia filosófica, abstracta y huérfana de las evidencias místicas directas. No necesitamos probar a Dios; Él dice por sí mismo: Aquí estoy Yo. Cuando él dice así, entonces nuestro sentido espiritual le conoce. ¿Habéis tomado en serio ese sentido?

 

11

El sello de la criatura

Toda criatura trae de hecho una condición inmutable e inherente por causa de la suprema realidad. Sí, toda criatura trae esa condición inherente, que es como el sello inviolable de la suprema realidad. Y esta es la condición inherente a toda criatura; su deuda y obligación, su pertenencia a su Creador.  Aunque trate de escaparse, esconderse y escabullirse, toda criatura, tarde o temprano, encontrará sobre sus lomos la marca del sello inexorable de la suprema realidad que es la Soberanía Divina. Verá la criatura que para siempre es deudora.  Su deuda y obligación para con Dios es inherente y permanente dentro de su condición de criatura.  Es el peso de la realidad suprema el que doblará nuestras rodillas y constreñirá nuestra boca a confesar a Dios.  Contingencia, angustia y tormento moral son las cicatrices de la herida impresa por la realidad que hay que acatar: Dios es Dios, y nosotros somos para Él.  Quien se resista delirará hasta la destrucción; morirá arrasado por el alud de lo inexorable, ineludible e inevitable.



[1]Juan 17:21b.

[2]Juan 8:29b.

[3]Juan 17:10a.

[4]Mateo 3:17; 12:18; 17:5

[5]Juan 5:23.

[6]Juan 17:1b.

[7]Filipenses 2:11b.

[8]Juan 3:35.

[9]1 Corintios 15:27a, 28.

[10]Éxodo 3:14.

[11]Alusión a la filosofía de Jean Paul Sartre.

[12]Alusión también a la filosofía de Nietzsche.

 

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