CAPITULO I

 

EL HOMBRE TRAS SU SIGNIFICADO

 

 

¡Y aquí está el hombre! tú y yo! ayer y hoy! confiamos en que también estará aquí mañana. Helo allí, junto a ti, y en ti mismo. Sus ojos espirituales interiores pre­guntan. La conciencia existencial de su natu­raleza espiritual es como una llama anhelan­te, e interroga. Se da cuenta de que pregun­ta, pues he allí que existe. ¡Significado! sig­nificado es el sentido que persigue la vida. Súbitamente nos miramos viviendo. La vida, cual llama que lame ardorosa el elixir sagra­do de lo que es, exclama por significado. Y con su sed abraza minuciosa lo que encuen­tra a su paso; y a si misma se abraza.

 

¿Cuâ1 es la historia de su pregunta? ¿ Por qué pregunta? he aquí que nos halla­mos preguntando. Sí, de pronto pregunta­mos. ¿ Hay alguno que no haya preguntado? creo que no hallaré ese testimonio de un hombre por ninguna parte. Ciencia, filosofía, religión, distintos nombres de un mismo pro­ducto: la llama de la existencia que labora Por un significado. Quiere hallarlo o fabricar­lo, pero no puede acallar la atracción de su gravedad. La profundidad indaga. El hom­bre, con la profundidad en sus manos, con la profundidad en su alma, en el espíritu, mira desde el borde del abismo hacia arriba y ha­cia abajo; ¡y siente! No solo que se pregun­ta, sino que también siente. No siempre es dueño de lo que siente, pero lo siente. Y en­tonces habla; canta y se expresa; recibe y da. Helo allí, caminando por el sendero que bordea el abismo descubre que la realización total le llama. Y el caminante ye que tam­bién teme. Y, por qué teme? él no se inventa() el temor, pero lo descubrió. Por eso se afe­rran al delirio de la temeridad los iniciados en el sendero de la serpiente; he allí el vér­tigo de Nietzsche y el roedor de sus ditiram­bos dionisiacos. Se asombró el hombre por­que existía; el camino le espera. Amargura corroe a Shopenhauer y absurdo a Sartre. Todos los que se deslizaron procuran acos­tumbrarse al abismo.

 

Y ¿cuál es la historia detrás de la pregun­ta humana? alguna historia verdadera habrá. Aunque la hayan olvidado, por aquí han pa­sado muchos y con muchas ocurrencias de respuesta. Pero la historia verdadera de la pregunta humana debe estar en algún lugar. No fue un sueño la historia ni fue un mito, aunque el mito ha sido su marido inseparable.

 

El mito y la historia navegan siempre en la misma embarcación. Jung ye siempre al hombre necesitando al mito; y es que su ne­cesidad no es mito, y lo necesitado es real y el mito viene a suplantarlo. Mirad lo que pre­tende suplantar la "ciencia". ¿Quién fue an­terior, la historia o el mito? no podemos de­cir que el mito, pues así el mito no seria más mito. Muchos mitos son versiones deforma­das de una verdadera historia que en alguna parte tiene su versión. Resulta insensato des­preciar con prejuicios el sentido del mito. Lo que debe más bien hacerse es escudriñar la genealogía del mito hasta su raíz, verifican­do el camino y la partida de sus desviaciones, y hallando el tronco original que nos llevará a lo que ya no es mito sino realidad históri­ca. Una historia verdadera es la raíz de la cual se desprendieron los mitos. Esa historia se conserva fiel en algún lugar. La documen­tación antigua más digna de confianza ha de­mostrado ser el conjunto de escrituras sagra­das judeocristianas. El mito es la respuesta que se da un pueblo ante su condición. Tal condición tiene una historia real; por lo tanto el mito se desprendió de allí, aunque en el camino se halla degenerado. No todo es tan solo mito en los mitos, como tampoco todo es ciencia en las ciencias. Más bien diríamos que muchas hipótesis científicas son eviden­temente también mitos, y cumplen el papel del mito entre sus adeptos. La fe en la ciencia Es la nueva mística de la mitología actual. La "ciencia" es el mito moderno.

 

Hay una realidad auténtica que sobre­vé el correr genuino del hilo de la historia plena del hombre. Y hay también una enga­ñosidad de facto que alimenta con intereses creados la interpretación del hecho real. Los hombres escogen poner su fe en uno u otro poder. Y si decimos que la historia es ante­rior al mito y que a ella se allegaron los mi­tos, ¿dónde está esa historia? ¿Dónde ese hilo confiable? la madeja de opiniones es abru­madora; pero ese hilo confiable de la reali­dad no ha dejado de pasar por aquí, pues la realidad es ella misma. La historia es verda­dera en su realidad, y trascendente. Sus efec­tos son evidentes y presentes; no se trata de meros documentos desaparecibles como lo pretende el hermano mayor de la ficción Or­welliana. Las huellas de la historia se conser­van aún entre la incertidumbre. Mirad como les buscan. Si la historia fue historia y no es sueño, el testimonio autentico de su "qué" nos acompaña. Poco importa si en la proce­sión le siguen y rodean los mitos, sean éstos científicos, filosóficos o religiosos. El hilo confiable del testimonio auténtico de la his­toria flota sobre las aguas de la corriente del río de la humanidad. Se estrujan entre si las aguas; se chocan y se mezclan las corrientes; pero allí van todas juntas a pesar de todo cargando con el peso de lo que en realidad ha sucedido y que tarde o temprano brotará. Las similitudes de la historia verdadera con los mitos son obvias y tienen su razón lógica de ser. Han de parecerse si provienen de un pasado común. El mismo mito confirma el detalle auténtico de la historia. El mito co­rresponde a la psicología de los pueblos, por­que esta corresponde a su historia. Esa histo­ria se remonta hasta el primero, tras sus hue­llas. Las huellas del primero son más historia que mito. El primero debe ser inevitablemen­te una realidad. Adán no puede faltar. Uno habría de ser el primero.

 

Interpretar el mito como mera transformación de la libido es a todas luces insufi­ciente. Ciertamente que el origen de la histo­ria no fue la libido. Más bien diríamos que la propia libido tiene su historia. Después viaja­ron juntas; pero antes de ellas hubo un co­mienzo que se nos muestra sorprendente­mente inteligente en su diseño. En ese co­mienzo se plasmó un poder. Obviamente que no es la libido, de existencia contingente, la que puede producir al Creador. Es el Creador el que dio curso a la libido. No son la mística ni la metafísica un mero símbolo sublima­do de la libido. Más bien, es la libido un efecto, un reflejo y un símbolo del acontecer metafísico; un resultado evidente de una rea­lidad trascendente. La correspondencia,

 

Pues, entre el mito y la libido debe interpre­tarse en sentido contrario al de sublimación. Los neofreudianos se han deslizado del Cam­po psicológico al epistemológico, cerrán­dose a la evidencia objetiva metafísica. Dilu­yeron para si mismos el contenido real del testimonio de la revelación histórica. La con­sideración parcializada de solamente la parte subjetiva del mito, ha llevado a algunos de sus estudiosos a una interpretación errónea de la conducta humana. El mito, considera­do meramente como transformación y sím­bolo de la libido, divorcia al hombre de las realidades objetivas mismas que dispusieron la estructura dinámica. El mito y la libido se relacionan, pero la objetividad hace más fac­tible que el mito contenga disfrazada la his­toria que explica a la libido, en vez de expli­car la libido al mito suficientemente. El ob­jeto libido demanda una historia objetiva y hela allí disfrazada de mitos que provienen de hechos ajenos a las meras representaciones de la libido misma. La libido es contingente y no se creó a sí misma. Tampoco existe evi­dencia científica de su evolución, a menos que se traguen crudas hipótesis superficiales e improbables. Examinad la erudición her­mética y los hallaréis postrados ante los mis­mos demonios primitivos. Si fuésemos a em­plear la terminología psicoanalítica que no aprobamos del todo, diríamos que la energía del superyo no es extraída Únicamente del ello. Pues el arquetipo y la estructura del su­peryo tienen su historia independiente mien­tras la libido demande un estructurador y una fuente original ontogénica y filogénica. La re­lación ello-yo- superyo no debe confundirse siempre con transformación libidinal o sublimación. Evidente es que la libido no es toda la realidad ni la Única naturaleza en las cosas evidentes que existen. El cuerpo no es el al­ma, y el alma no es Dios, aunque la estructu­ra esté plenamente dispuesta para relación. No obstante, a pesar de la relación, la natura­leza de cada uno conserva una característica irreducible. El alma no puede ser reducida meramente al cuerpo aunque se relacionan. El hombre es una unidad integral, más poli­dimensional, que disfruta de diversas natura­lezas. Tampoco Dios puede reducirse a un mero producto del alma. La perspectiva es justamente lo contrario: Dios explica al al­ma, y el alma explica al cuerpo; no al revés.

 

La psiquis no es independiente ni auto­suficiente. Las necesidades del ello tienden un puente hacia realidades ajenas a su misma existencia. Igualmente el yo se abre a la relación sociable. El superyo se apoya en la realidad de lo que representa. La interrelación ello-yo-superyo no puede ser jamás un círculo dinámico aislado; ni la dinámica de su estructura es autosuficiente. A cada estadio corresponde una realidad externa a sí mismo. El concepto de sublimación es insuficiente. Existe si una utilización de la energía psíqui­ca puesta al servicio de la comunión con la realidad externa; pero claro está que nunca tal realidad externa será una mera transfor­mación de la energía psíquica puesta a su servicio en la comunicación. La comunión de la energía del sujeto con la energía del obje­to complementario es la participación dentro de la realidad. La satisfacción de las necesi­dades innatas e instintivas, de autoconserva­ción, placer, comunicación, reproducción, morales y religiosas, etc., solamente se reali­za válidamente con el real objeto comple­mentario de energía externa: alimento, sexo, amistad, Dios, etc.  La mera representación de estas cosas hecha con la energía del sujeto no provee suficientemente para la necesidad real; necesidad tal que llega a ser el lenguaje del acoplamiento y acomodación de la es­tructura humana dentro de toda la realidad de su contexto.

 

El mito no es pues solamente un símbo­lo de la libido, sino una interpretación, erró­nea o no, de la realidad exterior e interior dentro de cuyo contexto la libido es apenas un elemento que también debe acoplarse y acomodarse; por eso su analogía a todo el proceso de la marcha de la realidad. La histo­ria real, aparte de la libido, tiene su aporte abundante en la formación del mito. La libi­do participa en el mito por cuanto participa de la realidad. La correspondencia del mito con las necesidades de la libido se debe a la correspondencia de la urgencia de participa­ción libidinal con la realidad verídica que el mito representa, erróneamente o no. Si el mi­to representa con mucho error la realidad, el hombre no quedará satisfecho. Los intentos científicos de interpretación son también místicos y buscan responder a la misma inda­gación subyacente. La verdadera historia, que podríamos llamar sobrenatural, de donde el mito derivó pervertido, satisfará esa ne­cesidad humana. La comunión con el Dios verdadero encajará a plena satisfacción den­tro del hombre, proveyéndole para su comu­nicación con la realidad total y su intelec­ción, de la cual Dios es el eje. La revelación divina colocará al hombre en armonía con la plenitud de todas las cosas, pues Dios es la razón final real a quien todo finalmente pre­senta y en quien todo se reúne, y a cuya ma­nifestación tiende la integración de toda la realidad. Queda hecha pues la realidad el efecto de la evidencia del Ser Divino en quien todo subsiste y de quien y para quien lo es todo. La salud es pues la conformidad al propósito eterno de la Deidad. La terapia es la revelación, la redención y la disciplina pa­ternal de Dios. La historia es parte de todo esto.

 

Solamente el objeto preciso comple­mentario satisface realmente a cada necesi­dad. El objeto complementario final de ple­na satisfacción total es el Dios verdadero. La revelación, la redención y la disciplina divi­nas corregirán los pasos de la humanidad ha­cia su pleno sentido. He allí la razón de la historia. La simple energía del sujeto como realidad parcial, mitiga tan solo momentá­neamente, con la mera representación de la realidad complementaria, al hambre de la au­sencia; pero nunca satisface realmente su ne­cesidad auténtica. La realidad objeto com­plementario "alimento", "sexo", "amor", "Dios" debe estar presente con toda su evi­dencia de ser, para lograr la definitiva satis­facción. Sonar que se come no satisface la necesidad auténtica; mera masturba6ón no llena el papel de copula perfecta y amorosa matrimonial; fría cortesía en vez de amistad sincera no satisface. Aparentación religiosa en lugar de verdadera comunión con Dios no satisface. Solo la evidencia misma del objeto complementario logra su propósito. Es por eso que la historia corre de desilusión en de­silusión aprendiendo a encontrar su objeto complementario verdadero el cual es Dios mismo. No era religiosidad, ni economía, ni bienestar simplemente material. La actual pugna de Oriente y Occidente es un azote disciplinario para volvernos la mirada a la pureza de la revelación traída por el más singu- lar personaje de la historia humana: iJesu­cristo!

Al comienzo de la historia se plasmó pues un poder. Todas las cosas indefectíble­mente traen el mismo sello. Y aquí estamos para interpretar el sello; todos y cada uno. De manera que al hallar la interpretación, el sello interpretado nos interprete a nosotros. Nosotros interpretados, será el significado. ¿Cómo interpretaremos el sello? ¿Quién nos lo interpretará? Aunque Protágoras, Parménides y otros hayan pensado diferente, el hombre no es la medida de todas las cosas. Aunque por sí mismo indaga, lo mucho que hace es acumular información. Su estructura de credulidad es asombrosa. Mirad cuántas cosas ha llegado a creer; tan variadas másca­ras han vestido sus oráculos. Necesita creer. El hombre no es la medida de todas las co­sas. Cuando quiere saber, siempre ha necesi­tado que le cuenten la historia. Y qué "histo­rias" le han contado. Sin embargo y con todo eso, una historia trascendente ajena a su propia interpretación siempre le acompaña; el hilo confiable de la realidad trascendental.

 

La realidad suprema es el significado buscado y es la razón de la existencia. La realidad suprema no es la suficiencia del "si mismo"; sino que éste está relacionado con el dónde, el como, el por qué y el para qué.

 

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El "si mismo" no es la respuesta suficiente; de otra manera no se formularia la pregunta existencial, sino que se bastaría a si mismo; lo cual ha demostrado ser imposible, dada nuestra contingencia fundamental. Un recla­mo vivo requiere una respuesta vivificante. Es obvio que el derecho de "para sí" que pre­tende la existencia es muy relativo. Derecho absoluto corresponde únicamente al diseña­dor de la estructura quien además es su sus­tento. La existencia humana no puede evitar sentir el abismo. La dinámica existencial de la psiquis requiere un sustento ajeno a sí. Las puertas de la perturbación psíquica se han abierto cuando se ha pretendido un apoyo autoexistencial independiente y encerrado en si. He allí el gran significado de la caída del Edén. La nostalgia es esa insatisfacción debida a lo incompleto del reposo de la exis­tencia sobre si misma. El superhombre es una locura, un delirio maligno e infernal. Cuando lo hemos intentado hemos apenas hallado nuestra propia esclavizante enferme­dad, depravación asquerosa. No podemos menos que confesar que en ese derrotero se nos ha escapado el equilibrio.

 

La energía psíquica existencial le ha si­do prestada al hombre para que cumpla su servicio dentro de un contexto pleno que re­bosa sus límites. Surgen conflictos en el con­texto circunstancial por causa del alejamien­to del eje unificante, abiertamente Dios. El hombre se desarrolla con una nostalgia acompañándole; pero el derramamiento de la revelación divina tiene la capacidad, ya pues­ta a prueba, de satisfacer de plenitud al ser. Hay pues una copula legítima para la exis­tencia humana y es en su espíritu con Aquél que lo dio a luz. Es obviamente fraudulenta toda copula espiritual ajena al diseño del Estructurador. Por esta razón, aún el animis­mo y el espiritismo que pretenden tender ha­cia lo trascendente culminan en posesión de­moníaca. El espíritu es el radar metafísico que indaga en el infinito y en el absoluto su objeto complementario definitivo. Y esta de­finición es la verdad que había de ser revela­da. Dios hecho hombre en la historia humana.

 

La energía de la vida está diseñada por su Autor para realizarse cumpliendo sus ser­vicios indirectos dentro de uno directo. Es­tos servicios están entrelazados entre si Co­mo estructura dinámica. Esta energía es pues la vida que vive para la vida. La vida sirve a la vida y cada nivel o calidad de vida está desti­nado para servir a una vida superior hasta culminar todo en el servicio supremo al Autor de la vida quien es la vida en si misma, el gran Yo soy. Es así que la vida botánica se sirve de los minerales y sirve a su vez a la vi­da animal; ésta sirve al hombre y el hombre a Dios. Esto es lo natural, lo real. El servicio de la vida no es necesariamente una evolu­ción, ni rígidamente hablando una conver­sión por sublimación. Pero la vida sí tiene su dignidad propia en su nivel natural. El mine­ral no necesariamente se convierte en vegetal, pero le sirve y cuando le sirve halla la digni­dad y razón plena de su ser como mineral y allí culmina su servicio y sentido. El vegetal, aunque se sirve del mineral, no es un mero producto de éste, sino que posee su naturale­za propia según un propósito dádole tam­bién propio y distinto de aquel del mineral. El vegetal halla su dignidad y servicio a los pies del animal. No evoluciona en animal aunque a éste sirve. El animal recibe el servicio del vegetal desde una naturaleza que ya le es propia y distintiva de su nivel, recibida gené­ticamente conforme al diseño del Autor que le otorgó su estructura y función propias. Los dones inferiores no tienen facultades ni propiedades diseñadoras en su naturaleza innata para diseñar algo superior a sí mismos. El animal, pues, sirve al hombre pero no lo hace. Nada tiene el animal en su naturaleza para diseñar a un hombre, pero le sirve por­que fue él mismo así diseñado. El hombre también se descubre diseñado para servir a la Deidad; y esto es lo normal y natural; es la historia de los pueblos y mi propia historia. La rebelión es simplemente un antiservicio que también evidencia la estructura. Hallar, encaminado al Dios verdadero, el servicio más perfecto y eficaz es el fin Ultimo del hombre; para lo cual debe comprender a Dios que desea ser contenido, vivido, expre­sado y representado por el hombre. Tal alian­za es la adoración verdadera, y todos los ni­veles de energía están diseñados para con­fluir en este servicio. El hombre pues vive, sobrevive, se reproduce y se defiende, como servicio a Dios. Si comemos y bebemos debe­mos hacerlo para Dios. La destrucción del servicio de la vida en cualquier nivel significa enfermedad y muerte. Es por eso que cada clase de servicio de cualquier tipo de energía vital es ya sublime en su propio nivel, natura­leza y propósito. No se trata pues, estricta­mente hablando, de conversión de una ener­gía en otra, sino que en el hombre es servicio integro de su función homínida. Esta, para el hombre, consiste simplemente en ser hom­bre en todo el sentido de la palabra, para Dios. No es una energía inferior que se transforma en otra superior, sino que la función integral está ya diseñada y dada en su nivel propio desde el mismo principio. No elabo­ran las energías su servicio, sino que para tal servicio fueron diseñadas tales energías en su propio nivel. El Autor preparó el diseño y és­te constituyó el servicio; el servicio utilizó la síntesis de las distintas energías confederadas que estuvieron allí para un plan preconcebi­do. El instinto es natural y también lo es la moral. Revisad la historia y lo encontraréis así tanto en Confucio del oriente como en Aristóteles del occidente, aun antes de Cristo, perfección moral. Los rudimentos de la ley están escritos en la conciencia. Las energías no se subliman pues creando un servicio sino que sirven según una función sublime de por si. El impulso primario del hombre es su propia hominidad integral. He aquí por qué re­pudiamos el mecanicismo y el materialismo. Nuestra mirada a la historia y a nosotros mis­mos descubre a un hombre más profundo, complejo y diseñado para la trascendencia en su propia personalidad particular. El hombre real es cada uno, y no una mera "humani­dad" abstracta. Y el juicio de los culpables se hace inevitable a la luz de aquellos que en condiciones peores escogieron servir mejor. Por eso los mártires son el juicio del mundo. La historia se erige cual maestra y fiscal.

 

Podemos notar también dos aspectos de la historia: Uno, que hace de la historia un registro subjetivo. Otro, que trasciende al in­dividuo y se remonta a las alturas objetivas como testigo y espectador imparcial. Estos dos aspectos de la historia afectan la conti­nuación de ella, pues también la subjetividad y la objetividad son realidades que se afectan entre si. ¿Se hallará el hilo confiable en su coincidencia? ¿Será que pertenece al hombre o está al alcance de su mano la realidad exclusivamente objetiva que prescinde de la subjetividad humana?. El hombre es un suje­to y las cosas en sus manos toman el color de sus huellas. Además, la existencia subjetiva del hombre es también un objeto de la histo­ria y un motor en ella. De allí que esa exis­tencia objetiva de la subjetividad se abre paso para tomar al menos relativamente el dere­cho de participación, con lo cual se hace ine­ludiblemente responsable para desembocar en la justicia o en al culpa. Decimos también entonces que la realidad trascendental llamó al hombre subjetivo y real a participar. Y le confirió un derecho relativo. Hallamos en­tonces al hombre como realidad en medio de una realidad más amplia que sobrepuja en mucho los límites de su individualidad.

 

Esa relación del hombre con su contex­to, y esa cibernética de la plenitud total de la realidad, establecen un punto de intercomu­nicación en el que hallamos la disposición de la estructura humana que nos ayudará a ob­servar el significado antedicho de la existen­cia del hombre. Tal significado no se puede hallar sino en la relación del hombre con la realidad suprema.

Por otra parte, hallamos a la existencia humana como un hecho posterior al resto de la realidad objetiva. Hablamos de la existen­cia de la personalidad particular. Al hablar de realidad objetiva no nos estamos circunscribiendo meramente al finito, incierto y va­riable conocimiento subjetivo de los hombres particulares; sino que tomamos también en cuenta aquella realidad del más allá de nuestros pues no somos la medida de todo. Tal realidad del más allá, aunque des­conocida, está sin embargo estrecha y nece­sariamente relacionada con lo que conoce­mos parcialmente; e influye sobre esto inelu­diblemente, en virtud de la unidad de lo real.

 

De esta completa realidad objetiva emerge el hombre como resultado, y esto es precisamente lo que explica la razón de su pregunta. Pregunta porque no es el todo si­no una parte. Tal naturaleza le hace, como decíamos, susceptible de credulidad. Necesita el hombre creer. Ante la realidad suprema necesita el hombre ser crédulo. Su fe puede caer en el vacío o descansar en el engaño; puede también enfocarse en el eje de revela­ción que hace brotar su evidencia desde el vér­tice de intelección total que solo puede ha­llarse en el Dueño y Estructurador absoluto. El hombre necesita pues ante la realidad su­prema ser crédulo. Su yo subjetivo no puede ser la máxima seguridad pues no es una isla autoexistente. Sin fe nunca entrará el hom­bre en relación con el contexto y tendrá que regresar al absurdo de un "si mismo" que huye. El sentido coman tiene una de sus ba­ses en la fe natural. El desarrollo de las evi­dencias rubrica la confiabilidad de la fe y del sentido común. El agnóstico se embota a si mismo extirpando la realidad de su fe natural. Se entrega a un ánimo pesimista de trasfon­do moral. Desea esconder su culpabilidad en un escepticismo apresurado y hasta traído de los cabellos. Pero cuando se trata de sobrevi­vir para sus placeres entonces vuelve a ser crédulo. Los más escépticos y nihilistas están allí cargándose responsablemente a si mis­mos con el peso de la soledad de su propio existir autocondenado a incertidumbre, y lo sienten con un peso inevitable. Son, sienten que son, lo saben y hasta les molesta y an­gustia; pero aun así se resisten a abrirse e in­vocar el vértice de relación que ha dado testi­monio de sí y del cual no aceptan voluntaria­mente verse suspendidos. Cuelgan también de allí, pero no quieren mirar hacia afuera; no quieren usar su fe natural. Pero ¿de quién escapan? resto de la realidad? ella les al­canzará. Es deshonesto pretender ignorar que no nos hicimos a nosotros mismos y que no somos únicos. La puerta de la locura dio­nisiaca está en ese derrotero. La estructura total rechina con dolor en protesta. Un miembro del cuerpo en posición anormal se duele porque su equilibrio se halla en la nor­malidad. Alegría gloriosa o náusea detectan si se está en enfermedad o en salud, en ver­dad o en ilusión. No le deis el crédito al en­gaño. ¿Podrá la mentira hacer feliz? La felicidad es el premio de la verdad, y el dolor la recompensa del error. El hombre llega al punto donde necesita desplegarse hacia afuera y fundirse en alianza de amor con el resto de la realidad que le rodea por dentro y por fuera. El hombre busca entonces el complemento pleno de toda su existencia. El complemento pleno de la existencia humana es la realidad suprema. Encajar en el seno de la realidad suprema es el significado buscado. Del hombre entonces, su existencia como ente de ser se lanza en pos de la plenitud ontológica de realización para hallar en ella su razón de existir. Se despliega de los limites del yo ha­cia un necesario "Tú". La razón de su exis­tencia se hallará en la Divina Esencia Otra del ser Divino que lo es en si, abiertamente el Dios verdadero. Es esta Divina Esencia Otra, evidentemente trascendental, la necesaria an­te la existencia limitada y contingente que se hunde sin poder sostenerse a si misma sufi­cientemente. ¿No fue acaso Nietzsche el pro­feta delirante del ateismo? vedlo allí en el manicomio postrarse ante una imagen de la virgen pidiendo ayuda para continuar su re­belión satánica; vedlo allí autoproclamarse un condenado, como consta en su Ultimo li­bro "mi hermana y yo". Antes de su locura irrefrenable también había reconocido en su poema "entre aves de rapiña" que se había dejado seducir en el jardín de la antigua serpiente para cavar enfermo un pozo para en­cerrarse a si mismo. ¿Quien ha sido vuestro héroe? el pobre diablo!. La existencia carco­mida en sus entrañas por el abismo y el va­cío, obviamente no es la razón propia que puede sostenerle. La nada no sustenta, sino que carcome a la existencia. Dios, que es la misma Divina Esencia Otra y trascendental, como ente de plenitud ontológica de ser en si y por si, es la razón esencial que sustenta a la existencia humana y le otorga su significa­do dentro de Su amor. Dios es aquel "Tú", aquel Sujeto compañero total y vivificante, imprescindible, de donde emana como crea­ción el todo, y donde se sostiene, se vuelca y se reine, en copula perfecta, la realidad su­prema. La Fuente y Suma de toda perfec­ción es la Deidad Trascendental, Omnipoten­te, Omnisciente y Omnipresente que dice de sí misma ante los hombres: "Yo soy el que soy".

 

La existencia humana que es viviente busca necesariamente su complemento, la ra­zón de su vivir, el principio que le vivificó. La problemática existencial implica un de­rrotero. La alternativa presentada es seguir tras la realidad suprema hallando su fuente Para beber de ella. En su defecto, quédale engañarse merodeando sin buscar, o acallando la protesta de la conciencia, haciendo pasar el tiempo, esperando la muerte y quizá con una váguida esperanza indescifrable; es decir, la tibieza. 0 en defecto de éstos, huir hacia si en el reino del absurdo. Otros directamen­te se suicidan; pero escaparán acaso? ¿Qué saben ellos de lo que les espera más allá? ¡Nada, no saben nada! aunque quisieran para siempre desaparecer. Anhelan creer que todo terminará, pero no pueden presentar a nadie, ni a si mismos, ninguna garantía. Netamente les queda tan solo un deseo irracional de no ser.

He allí el hombre con su existencia! el camino le espera. Realización total mediante su fusión con Dios en la realidad suprema; matrimonio de la existencia creada con el principio divino vivificante y absoluto. El hombre es amado de Dios. El significado se halla en la pertenencia al Dios verdadero que es personal, Sujeto Trascendente que pudo todo lo podido, por nosotros parcialmente encontrado; que supo todo lo que pudo y que está presente sustentando lo podido. Es­te Dios es uno solo y pleno, pasión en si de amor eterno, Dios Padre Creador revelado en amor por Su Verbo, que es Imagen de Su Hi­póstasis y Resplandor de Su Gloria, Su Hijo, Igual y consubstancial; Pasión tal que es Es­píritu, y Espíritu Santo. Dios es la Esencia trascendente primordial que sustenta la ple­nitud del todo de la realidad absoluta, me­diante Su Verbo que es mediador entre la trascendencia eterna y la inmanencia sustentatriz. A El le llamamos la bandera de la evi­dencia del Ser Divino Trascendente que lo es en si y por si, cuyo nombre es "Yo soy el que soy", que es y se revela mediante si mis­mo, como el Padre, el Hijo y el Espíritu San­to: Uno solo y amor.

 

Se lanzó el hombre a buscar el principio de las cosas, el principio de la energía, el principio de la materia, el principio de la vi­da, el principio del pensamiento y del hom­bre. Por si mismo, el "como" relativo y tem­poral acierta a escudriñar; pero ese principio definitivo lo debe creer de Aquel quien lo engendró. El significado de la existencia está definitivamente en Aquel que es esencia divi­na trascendente. El hombre tan solo encon­trará el sentido de su ser más allá de si mis­mo; es a saber, en Dios. El hombre se halla frente al universo físico y metafísico. Su existencia viaja por los bordes del abismo. Dentro de su alma, en su espíritu, un lugar insondable para que allí more y se mueva po­deroso y jubiloso el aliento eterno del Espíri­tu eterno que hinche toda plenitud; el Dios invisible, Creador y Sustentador del universo. La Divina Esencia sustenta al universo, sin ser el mismo, y la existencia humana, como Parte de ese universo sostenido, necesita on­tológicamente beber eternamente de esa fuente inagotable para ubicarse en el contex­to de la realidad absoluta. El es una pregunta

viva que requiere una respuesta vivificante. Vida eterna es el desafío.

 

Cuando el hombre se separa de Dios, el silencio divino abre un abismo en las entra­ñas del individuo, y el vacío carcome fatal­mente. Es la muerte en el alma de que habla­ba Sartre. La nada como agujero del ser, según m su lenguaje. La existencia siente el abis­mo. La existencia percibe, piensa y siente. En el espíritu percibe la presencia o la ausencia. Con la razón piensa el alma y con la emoción siente. Y el resto de toda su estructura inte­gral está estrechamente relacionada. Según percibe piensa. Según piensa siente y según siente piensa. Es la dinámica del alma, envol­viendo al espíritu, como existencia psíquica. Es la persona con un lugar insondable para conocer a Dios, para hallar el vértice de la realidad suprema, el sentido pleno de la ra­zón de su percibir, pensar y sentir; el para qué de su razón y su emoción, su aprender espiritual y su conocer natural.

 

El Divino "Tú" vivificante y trascen­dente es la respuesta absoluta. Precisamente el caso de la confesión del apóstol Pedro: eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente". Sobre la rota del Hijo-Mesías revelado de parte del Padre y confesado por el hombre, Jesucristo prometió edificar Su Cuerpo mís­tico; allí donde las puertas del hades no pre­valecerán. La fe que es por la gracia cerró las fauces del abismo. El abismo no puede tragar a aquél que se ha fundido con ese Tu "tras­cendental". Ha roto el círculo del interrogan­te existencial y hallo el sentido de su percep­ción, razón y emoción; de su ser total. Ahora participa, en el espíritu, de la naturaleza di­vina y hereda como propio el universo. La síntesis de la realidad suprema se efectúa en un Dios personal trascendental vivificante que lo llena todo de sí y se comparte al indi­viduo y al hombre corporativo que llega a constituir mediante la reconciliación en sí de los regenerados. Es en Dios en quien somos y nos movemos. Su revelación eterna ha pro­clamado: "Yo soy el que soy".

 

La existencia recibe su energía espiri­tual y psíquica con la que intuye, aprehende, tiene conciencia moral, piensa y siente, de una manera prestada y estructurada de ma­nera que sirva a la comunión del contexto de todas las cosas y Dios. A esas energías se les asigna pues un derrotero y se le permite un derecho relativo. Con ese derecho relativo experimenta el sentimiento, el pensamiento y la realidad del albedrío, con el fin de que apunte voluntariamente todas sus fuerzas hacia la comunión suprema expresada en el mandamiento moral de amar a Dios sobre to­das las cosas, con todas las fuerzas, la mente, el alma; y amar al prójimo como a si mismo. Por lo menos a esta segunda parte se avino en desembocar Erich From, para no salir totalmente deshecho. En Aquel mandamiento completo se ye la síntesis de la comunicación y de la ubicación de la existencia en el contex­to de la realización total.

El derecho divino es absoluto, y su con­cesión de derecho relativo a la existencia hu­mana tiene el propósito de la participación libre, el gozo supremo de la comunión perfec­ta en la vida divina hecha asequible al hombre. Tal jubilo inefable hinche toda plenitud rebosando el abismo interior hasta saturar a la existencia que le contiene cual vaso, y que ahora, a través del espíritu y por el canal de los pensamientos y sentimientos de la psiquis propia, experimenta el vínculo universal del amor inefable, expresándolo para ir hacién­dolo visible, y hallar en él el ambiente normal de su existencia significativa.

 

El universo visible e invisible donde las existencias hallan su contexto, es entonces una manifestación vibrante del poder del Fiat divino. La energía inmanente en esa vi­bración responde al Dios personal vivificante y trascendente que suministra existencia de la nada a partir de si mismo por medio del Verbo que es atributo de su plenitud.

 

El conflicto contextual acontece, pues, cuando la existencia humana usurpa la ener­gía prestada que le ha sido suministrada para servir en el contexto, y entonces pretende una posición independiente, haciéndose a sí misma el eje hacia el que apunta su vibrar existencial, haciendo del derecho relativo de su albedrío, un reino aparte. Pero sucede que al desconocer a Dios, el silencio divino de que hablábamos abre el abismo en el que se despeña la existencia humana, hacia el absur­do primero, y después al tormento del abis­mo. Si el Logos calla, el abismo carcome. Sí, el vacío comienza su carcoma y la existencia lo siente y se atormenta. Su así llamada li­bertad propia le condena al tormento. Tal existencia tratará entonces de aferrarse a si misma mientras se desvanece tratando de sub­sistir mediante sus energías usurpadas. Tam­bién alargará la mano para asirse de otras exis­tencias creadas y bailar con ellas la danza del delirio hasta la perdición; cuando se ahogue en su destemplado vibrar, mientras cae por los si­glos de los siglos en un pozo inmundo sin fin, haciendo de sus artes un cada vez más rechi­nante y macabro lamento. Ved la antesala en la anarquía moderna. Esa nostalgia de Dios se acrecienta con tristeza mortal hasta el pá­nico y el terror, perturbando la psiquis que ahora apunta hacia el vacío y se hastía del absurdo en medio de remordimientos culpa­bles, a coerced de toda pesadilla y sin pro­tección alguna pues la rehusó cuando era tiempo de alcanzarla. Es pues injusto hurtar el caudal de energía. La razón se perturba y el pesimismo invade más allá de lo previsible. La ansiedad y la desesperación se hacen sen­tir rayando más allá de lo macabro. La ver­güenza quita el Ultimo asidero de esperanza. Esto no es poesía. Muchos casos de muerte clínica revividos atestiguan cosa semejante; y experiencias alucinógenas y espíritas son un anticipo. El terror que experimenta el aliena­do no es un cuento. ¿Qué será de la perdi­ción eterna? Tan solo hay salvación en el re­torno oportuno a Dios mediante la expia­ción en Cristo Jesús. Cuídese el hombre de no volverse a un sustituto, pues otra mera creatura no bastaré. Para retornar se necesita creer en la gracia revelada históricamente en Jesucristo, y escoger la razonable fe y el arre­pentimiento lógico.

 

Del monoteísmo original, como lo ates­tiguan entre otros Petrie, Langdon y Albright, los pueblos se degeneraron al politeísmo ani­mista entregándose a otras creaturas, resul­tando posesos de entidades espirituales ma­lignas. Cualquier religión no bastará. La filo­sofía existencialista y su correspondiente "teología" son también una actitud religiosa perversa; es la religión de la serpiente. El hu­manismo a ultranza es la misma actitud de Satanás; sustituyendo al Creador por la crea­tura. No es cuestión de una religión cualquie­ra, sino de auténtica amistad con el Altísimo Uno que se reveló como "Yo soy el que soy" declarado por Su Verbo que es el Hijo Unigé­nito hecho hombre y sujeto de la historia con el propósito de traer a esta la gracia con­descendiente mediante la crucifixión, rubri­cando con la resurrección ante testigos de la más alta calidad moral que se expusieron a la muerte por sostener su testimonio. iJesucris­to es el camino!

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