CAPITULO 6

 

LA RAIZ MIST!CA

 

Generación proviene de generación, y hombre de hombre. La genealogía ha sido normal en la historia de los hombres. Retro­cediendo hacia el pasado con la ayuda de los registros genealógicos llegamos hasta el pri­mer hombre histórico: Adán. Además de las escrituras judeocristianas, también otras tra­diciones de los pueblos antiguos coinciden en ubicar el origen del hombre en un hombre primero hecho del barro. Quizá no seria ne­cesario agregar que el barro y nuestra com­posición material son perfectamente coinci­dentes; coincidencia que se ve mejor a través de los ojos de la medicina naturalista. Tuvo necesariamente que haber un primer hombre y la genealogía histórica lo encuentra en Adán. A partir de allí puede encontrarse también la raíz mística que se ha desarrolla­do en frutos de religión a lo largo de la histo­ria del hombre. La documentación implícita en el libro del Génesis nos muestra el tronco original de donde se bifurcaron los pueblos.

 

 

Este allí el "sefer" de las generaciones de Adán hasta el diluvio; también las generacio­nes noéticas y la distribución de las naciones mostrando la raíz de pueblos tan antiguos como los acadios, los sumerios, los egipcios, los asirios y caldeos; también las generacio­nes semíticas, la hebrea, la edomita y la ma­dianita; Las crónicas de Judá e Israel comple­mentadas por los libros de los reyes junto a los libros de Esdras y Nehemías son también ricos en genealogías y referencias bibliográfi­cas antiguas. Pero es el libro de Lucas el que enlaza con nuestra era la genealogía antigua. Es importante el hecho de que el Señor Jesu­cristo haya tornado como históricamente cierta la existencia del personaje llamado Adán. Allí está, pues, la raíz mística, de don-de derivaron principalmente dos corrientes: la teísta y la ofita.

Adán tuvo el privilegio de escuchar de la boca de Dios mismo acerca de su propia creación. Más tarde, el Espíritu Divino por boca de sus profetas dio también testimonio de estas cosas antiguas. Pero concentrémo­nos ahora en la experiencia personal de Adán para hallar el comienzo del hilo en el desa­rrollo de las cosas de la humanidad; pues el pueblo real no pudo nacer de un mito y la fábula evolucionista está despedazada. La ex­periencia de Adán y su relato de ella sería la influencia primitiva de mayor peso en la formación del contenido místico de la historia de la raza humana. Atenderemos pues a la relación externa de los canales de transmi­sión, y entonces también al fluido que corre por esos canales primeros y que fuese enri­quecido por las experiencias posteriores de los que celosamente procurarían conservar auténticamente la herencia histórica y mís­tica. Se desprenderá también de allí la com­prensión de las interpretaciones pervertidas, su desarrollo y relación en ramas humanas con desviaciones cada vez más apartadas de la línea auténtica, por causa del juego de los intereses creados, las tendencias, los favori­tismos, las omisiones, las acomodaciones; en fin, la abrumadora cantidad de factores falsi­ficadores, los cuales, a pesar de todo, no po­drán menos de traer consigo las huellas de la verdad autentica de la que procuraron esca­par. El estudio de las religiones comparadas evidencia lo antedicho.

 

Ha habido siempre en la humanidad, aparte de los factores desviatorios, otro fac­tor, celoso guardián de la pureza original. Si Dios tenía un plan al crear las cosas cierta­mente proveería para llegar al fin de su pro­pósito. Vemos allí el lugar de la función pro­fética. Se hace pues necesario hallar ese fac­tor preservacional entre el intrincado ramaje del árbol general. ¿Cuál es el tronco central? ¿Cuál es el cogollo directivo? ha de partir necesariamente del primer hombre histórico, Adán. El pueblo no nació de una leyenda; nació de un personaje histórico hecho legen­dario. Adán, pues, como todo espécimen hu­mano dejó el registro de su propia experien­cia; lo escribió en sus herederos; actitud nor­mal de todos los hombres. Repito que tene­mos el libro de las generaciones de Adán, los nombres propios de sus herederos y las fechas de su nacimiento y muerte, además de los acontecimientos importantes.

 

Echemos pues una breve mirada a la ex­periencia de Adán, de manera que podamos proyectar una rápida perspectiva de su in­fluencia sobre su descendencia. De él nos lle­ga que despertó perfecto en la presencia de Dios, inocente y en un paraíso. Aquí salta a la vista el anhelo primordial de todos los hom­bres, su aspiración natural al Edén. Míralo en sus proyectos. La estructura humana reclama el paraíso. Aún la "humanización" del ateís­mo es esa secreta nostalgia; no quiere desli­zarse del todo en el abismo de inmoralidad y absurdo que implica su parricidio. Adán, en su primera condición paradisíaca aprendió de Dios directamente cuál seria el camino de la vida, en caso de que hiciera la elección co­rrecta de árbol sustentatriz. He allí la reli­gión original, natural y verdadera; es decir, acorde con la realidad. Señoreó sobre la na­turaleza. ¿Qué cosas habrá aprendido de Dios el Creador del cual era el amigo inseparable? Conoció la inocencia y con ella la confianza y la seguridad. Igualmente conoció la libre alianza de la obediencia y la reverencia ante la excelencia divina mientras tenia ante si el limite que le advertía acerca de las terri­bles consecuencias de corner del fruto del co­nocimiento del bien y del mal con lo cual se separaría del sustento de vida eterna impo­niéndose a si mismo una frágil autoposesión sin sentido y desarmónica. Conoció primera­mente Adán el arte de la libre y plena expre­sión de vivencia desinhibida y santa y de co­municación perfecta con la naturaleza, consi­go mismo y con Dios. Esta sed es la necesi­dad que sigue manifestándose en los hombres. Descubrió Adán el lenguaje más diná­mico y expresivo dando nombre a los seres según la más perfecta impresión recibida de su realidad. Conoció la reacción apropiada ante esa realidad total según se le presentaba; y conoció entonces la gratitud normal y lógi­ca, por lo tanto adore. Se supo dueño y a la vez posesión y conoció el sentido y la armo­nía iniciales. Entonces conoció también la creación de la mujer, y con ella un hito más de la armonía perfecta; y fue para ella la ex­plicación de su feminidad y con ella estuvie­ron frente al sentido de su humanidad inte­gral como compañeros en la adoración, para contener, expresar y representar a Dios cual imagen suya y debido a su semejanza por la cual podían relacionarse de una manera única.

 

Entonces su matrimonio daría lugar a una familia para Dios que llenase la tierra de un Reino que expresase la excelencia de la gloria divina. Antiguas tradiciones persas, griegas, bárbaras, teutonas, indias, tártaras, chinas y mongoles, además de las hebreas, heredaron la noticia del comienzo glorioso. Las fechas que las escrituras judeocristianas señalan para el comienzo del hombre y su re­distribución postdiluviana concuerdan más perfectamente con la estadística poblacional que las exageradas fechas evolucionistas, pues con 500.000 años de "historia" huma­na, la población sería imposible de meter en el planeta pues alcanzaría un promedio que pasaría los 300 ceros, ya que normalmente la humanidad se duplica cada siglo y medio. Las antiguas civilizaciones babilónica, persa, china, india, árabe, abisinia y maya no colo­caban la aparición del hombre en máss de 6.205 años.

Sin embargo conoció también Adán el temor de la desobediencia y la temeridad de la desobediencia misma. Esta loca temeridad está hoy patente en los diversos ritos de ini­ciación ofita especialmente en el degradante rito paladio. Conoció Adán la conciencia de culpa, el temor del juicio y su sentencia. He allí la razón subyacente de muchos suicidios por los cuales tampoco escapan, sino que mas bien se lanzan definitivamente en conde­nación, donde deben encarar un ineludible y atroz remordimiento. Suicidas recuperados que cruzaron el umbral testifican de esto. Conoció Adán el juicio, la maldición, el dese­quilibrio y el alejamiento del paraíso. Intro­dujo la anormalidad y la sub-hombridad a cau­sa del pecado. Sí, conoció el pecado, pero también la promesa de un Redentor y la cu­bierta del sacrificio. Conoció efectivamente el sacrificio expiatorio de cuyas pieles fue cubierto por el mismo Dios quien se lo ense­116 y le dio la consolación de la esperanza de la promesa. Esperanza arraigada en lo pro­fundo del hombre, en la necesidad innata de su naturaleza actual, testificada por la con­ducta de los pueblos. No es entonces de ex­trañar observar a través de los siglos la prác­tica del sacrificio expiatorio a la que siem­pre, de una manera u otra, acudió la huma­nidad para cubrirse. Dios mismo la enseñó al primero de los hombres, y éstos la encontra­ron psicológicamente normal y lógica. La copiaron de Adán, desde Abel en adelante; aunque estaba, claro está, en peligro de per­vertirse; lo que evidentemente aconteció en la mitologización. El sentido auténtico sin embargo se conserve, hasta su cumplimiento perfecto en la expresión más sublime, la divi­na, expresada en la Cruz de Jesucristo. El sacrificio, pues, no era el furor divino sino su justicia y amor.

 

Si seguimos la cronología bíblica en forma llana y sin suponer lagunas, Adán per­maneció vivo hasta ver sus hijos, sus nietos, sus bisnietos, sus tataranietos, sus choznos, sus bichoznos y sus tatarachoznos. Su nom­bre fue recordado también en una ciudad que lleva su nombre, la ciudad de Adán, en el valle arcilloso del Jordán, conocida por las generaciones posteriores aun del tiempo de Josué. Es sugestivo aun el parecido de nom­bre que se halla en el mito de Adapa. La ar­queología ha desenterrado antiguos docu­mentos relacionados tales como el sello de la tentación. Fue, pues, Adán testigo y pa­triarca de ocho de sus generaciones; contem­poráneo de Enoc y Matusalén, su hijo, el cual fue el eslabón que conectó sus transmisiones con el patriarca Sem, sobreviviente del dilu­vio y padre de los semitas. El periodo inter­testamentario sacó a luz tradiciones en el li­bro llamado de Enoc, usado por sectores de la iglesia primitiva y respetado hasta hoy por la rama copta de la cristiandad. Las tradicio­nes recogidas en ese libro se le atribuyen a Enoc, a quien también se le atribuyen el co­mienzo de la escritura y el diseño "profético" de las pirámides usadas en los misterios órfi­cos, que son el plagio de Osiris acerca de la redención esperada. Los acontecimientos

prediluvianos son narrados con más detalles en este libro, como si fuese una ampliación de las noticias del Pentateuco; allí se intenta iluminar sobre los comienzos históricos de muchas prácticas animistas, que fueron mito­logizadas a partir de allí. Matusalén, el hijo de Enoc, sería de edad de 243 años cuando murió) Adán. i243 años de contemporanei­dad!. Debemos recordar que antes del dilu­vio existía una capa de agua super-atmosféri­ca que les protegía mucho mejor de la radia­ción cósmica, por lo cual la vida podía pro­longarse mucho más, como queda también patentizado en el tamaño descomunal de los fósiles antidiluvianos, tales como el ptero­dáctilo las tortugas y cocodrilos gigantes. Es por eso que los historiadores antiguos, de los cuales Josefo hace una relación de una docena, sostenían que los hombres antiguos casi alcanzaban el milenio. Otros historiado­res, claro está, se exceden en muchísimo. Enoc habría puesto a su hijo un nombre pro­fético cuyo significado sería el de que cuan­do éste muriese el diluvio vendría. Fue preci­samente en el año de la muerte de Matusalén cuando se desató el diluvio sobre la tierra.

De casi 18.000 especies de animales, en­tre anfibios, reptiles, aves y mamíferos, el doble cupo perfectamente en un tercio del arca cuyas medidas abarcan una longitud ma­yor a un campo de fútbol. Muchas culturas han conservado la tradición del diluvio; entre ellas: Babilonia, Persia, Egipto, India, Grecia, Lituania, Siberia, Sudán, China, Japón, Aus­tralia, México, Birmania, Alaska, Islandia, Nigeria, Congo, Nueva Zelanda, Laponia, Hawai, Finlandia, Irlanda, Gales, Sudáfrica y Sudamérica. Todo esto antes de la difusión cristiana. Incluso, el historiador nativo de los aztecas, llamado Ixtlilxochitl, tiene una cronología prediluviana casi exacta en comparación con la del libro del Génesis. La es­cuela catastrofista de geología tiene abun­dante bibliografía demostrando sobre la cor­teza terrestre las huellas del diluvio universal. También la historia tiene abundante docu­mentación acerca de la supervivencia del arca sobre la cordillera del Ararat, vista por testi­gos, desde los mismos tiempos del antiguo historiador Beroso. De entre los testigos a lo largo de la historia podríamos citar por ejem­plo a: Beroso de Caldea, Jerónimo el egip­cio, Manasés, Nicolás de Damasco, Flavio Jo­sefo, Jacob de Nisibis, Epifanio de Salamina, Guillermo de Ruysbroek, Marco Polo, John Maundeville, Jean Chardin, Joseph P. de Tournerfort, James Morier, James Rich, Aga Hussein, Frederic Parrot, J. Montgomery, Hardwicke Knight, G. Jefferson Greene, Fer­nando Navarra, M. Delaney, y otros. Todos éstos, directa o indirectamente, estuvieron cerca del testimonio de la existencia milenaria sobre los montes del Ararat del arca.

 

Noé había conservado la justicia a los ojos de Dios hasta esa generación y él sobre­vivió con sus tres hijos Sem, Jafet y Cam, al cataclismo diluviano, que como hemos esta­do diciendo, dejó sus huellas en la corteza para nosotros y para el examen de la paleon­tología o la arqueología; recordado también en forma mítica por las diversas tribus de la tierra, que son descendientes de los tres hijos de Noe desde más arriba de la Mesopotamia y distribuidos a lo largo y ancho del planeta mediante migraciones registradas en docu­mentos y en relatos hechos ya legendarios, mas no por eso menos históricamente reales. Hemos sostenido que la historia parió a la leyenda y no viceversa. No solo se ha hallado sobre los montes de los antiguos kurdos la histórica arca, sino que también han sido halladas monedas con el nombre del patriarca Sem. Tenemos además el libro de las genera­ciones semitas. Este patriarca murió 10 años después del matrimonio de Isaac con Rebeca. El mismo Noé murió medio siglo después del nacimiento de Abraham, Nacor y Haram de Mesopotamia, donde se hallaba la hoy ya de­senterrada Ur de los caldeos. ;169 asios de contemporaneidad entre el patriarca Sem y el patriarca Abraham! La arqueología de­senterró tablillas en la Mesopotamia donde figuran entre otros los nombres históricos de Peleg, Serug, Reu, tales como los de los ante­pasados cercanos de Abraham que también aparecen en el registro de las generaciones semitas. Hoy la arqueología se ha erigido fi­nalmente como fiscal acusador de las pretensiones de la critica del siglo XIX que busca­ba motivos para imputar como simple mito a lo que realmente fue historia.

 

El bastión del monoteísmo reverdecido a partir de Abraham estaba suficientemente cimentado por eslabones directamente entre­lazados tales como Adán, Matusalén, Sem e Isaac; una familia bien conocida; un cortísi­mo nexo de seguridad con nombres tales co­mo Enoc, Noe y Abraham en su haber. Con esta raíz brota el árbol del monoteísmo.

El origen monoteísta de la religión del hombre está certificado por los descubri­mientos de documentos antiguos babilónicos hechos por Stephen Langdon. También Flin­ders Petrie descubrió documentación egipcia antigua monoteísta. Sayce hallo en tablillas del tiempo de Hamurabi la declaración: "Yahveh es Dios". La antropología más re­ciente ha descartado la hipótesis de una evo­lución del animismo y politeísmo al mono­teísmo. La evidencia documental demuestra mas bien una degeneración a partir del mo­noteísmo hacia la idolatría. Y en cada época, incluyendo la nuestra, se han medido eras dos fuerzas antagónicas: El bastión monoteísta y el bastión idolátrico.

 

Las creaturas, en su absurda rebelión, han querido siempre sustituir a Dios. La ser­piente dice hoy la misma mentira de siem­pre, forrada en variedad de términos; pero es la misma rebelión y soberbia del principio. Dios, por su parte, no se ha quedado sin tes­timonio. Interviene directamente en la vida de Abraham separándolo de la idolatría ya forjada a su derredor. El único Dios, creador del cielo y de la tierra, se proponía enaltecer Su Nombre entre los hombres. Se hace obvia la separación de Israel mediante el cual se prepararía la ruta del Mesias prometido, a través del cual la humanidad hallaría plena redención y razón de ser. El Dios de Abra­ham, Isaac y Jacob llega a ser el Personaje más importante de la historia humana. Hoy en día es el Dios de las tres grandes religiones.

 

No se puede ya alas decir que la histo­ria de Jacob en Egipto es un mito. Hasta las pinturas atestiguan la estadía semita en el país de los faraones. Si, las piedras hablan. El relato del Génesis es verdaderamente his­tórico. De José nos deja la historia profana el acueducto que lleva su nombre. Es en su época, cuando éste era la mano derecha del faraón egipcio, que el pueblo de Israel co­mienza a multiplicarse y a ser luego oprimi­do, obligándosele a fabricar ladrillos, de lo cual también la arqueología tiene algo que decir. El éxodo está impreso, por asi decirlo, también en los ladrillos, notándose la partida del pueblo en la estructura de las construc­ciones; con buena paja los primeros ladrillos, con menos los del tiempo de recrudeci­miento de la opresión cuando la paja les era negada, y diferente cuando habían partido los esclavos para dar culto a Dios.

 

La genealogía de Moisés está así identi­ficada: Jacob, Leví, Coat, Amram, Moisés. La omisión en la historia egipcia, hasta lo que va de los descubrimientos, es fácilmente comprensible. Los faraones solo registraban ostentosamente sus victorias, incluso apro­piándose las de sus antecesores, tal como se sostiene de Ramsés II. La cuarta campaña de Tutmosis HI es silenciada por los cronistas egipcios. Tenemos entonces a Josué, segundo de Moisés en el éxodo, quien introdujo los huesos de José en Canaán. Su figura aparece en las tablillas de Amarna. Los cananeos de­jaron registro de su temor y de la invasión hebrea. Este Josué es un eslabón fuerte en la conservación de las escrituras antiguas del Pentateuco; enlaza la historia desde los per­sonajes históricos de José hasta la época de los jueces. Moisés escribió en un libro el inci­dente de Amalec. Este histórico Josué fue quien sostuvo sus manos en alto y vio el res­plandor en el rostro de Moisés cuando éste trajo las tablas del pacto antiguo. Oyó también de boca de Moisés la lectura de la ley. Este Josué fue testigo de la inspiración del Pentateuco y recibió órdenes directas de Dios de no apartarse del libro de la Ley ni a diestra ni a siniestra. Introdujo al pueblo cantando el cántico de Moisés, compuesto para testimonio y conservado hasta hoy. Junto con Moisés había recitado él mismo las palabras del canto. Escribió sobre el mon­te Ebal en piedra a los ojos del pueblo una copia de la Ley de Moisés, e hizo cuanto le fue ordenado sin guitar palabra. Si la eviden­cia externa reconoce la historicidad de Jo­sué, pues de la mano de él está Moisés. No obstante, Trogo Pompeyo y Justino, siguien­do quizás tradiciones egipcias y fenicias, pues no bíblicas, habla de Moisés con cierta inexactitud. También el sacerdote historia­dor egipcio Ptolomeo Mendesio, además de Manetón constituyen evidencia externa acer­ca de Moisés.

Algunos ya refutados críticos del siglo pasado habían pretendido afirmar que el Pen­tateuco fue recién escrito por un escriba des­conocido en los tiempos de Esdras. Claro está que Buena a suposiciones malintencionadas. Tiempo ha que es un hecho el descubrimiento de que los fenicios no fueron los padres del al­fabeto, como se creía anteriormente y por lo cual se suponía que Moisés no pudo escribir el Pentateuco en sus días. Los fenicios recibieron el alfabeto de los semitas, lo cual has­ta se evidencia en los nombres de las letras que corresponden a palabras hebreas. Así que el argumento de los críticos que afirma­ban que el alfabeto no se conocía en ese tiempo se ha derrumbado. Vemos además en los salmos de David (el 103 por ejemplo), y en otros de Asaf, muy anteriores a Esdras, que se hace mención de los sucesos del éxo­do, de la ley y de Moisés; lo cual es el patri­monio más celosamente guardado de los is­raelitas. David no solo precedió a Esdras, sino también a la misma cautividad de Is­rael en Babilonia. El registro de la práctica sacerdotal de Israel es mucho más antiguo a lo que se pretendía atribuirlo. Se ha compro­bado ya que por lo menos en un mínimo de 300 años antes de Moisés y antes de que Israel hubiese sido llevado por éste al Sinai, existía el alfabeto entre los cananeos y hebreos. Tes­tigos son las tablillas halladas por F. Petrie de los obreros del Retenú. Las piedras del Serabit El-Chadem son ya antecesoras claras del alfabeto actual. El código negro de Ha­murabi es también claramente premosaico. Asi que está suficientemente claro que la es­critura en alfabeto era ya una realidad en la tierra del Sinaí en tiempos de Moisés. No ol­videmos tampoco que el mismo Moisés cita libros anteriores a él. Por otra parte recorde­mos que el registro extrabíblico confirma el éxodo patentemente con los descubrimien­tos de Nemberry, las pinturas con semitas la­borando en ladrillos. Los 430 años de escla­vitud parecen corresponder con el final de la época de Ramsés II, afamado constructor de ladrillos, en cuya época Israel sufrió el yugo de la esclavitud, de la que fue liberado luego, dejando la huella en los mismos ladrillos.

La inspiración de las sagradas escrituras judeo-cristianas se hace también patente al correr el tiempo y evidenciarse como aque­llos hechos eran además figurativos y analógicos perfectamente; eran apropiados ejem­plos de lo que seria la historia de las viven­cias de los creyentes del Dios de Abraham, Isaac y Jacob.

 

Tenemos que repetir entonces que al observarse incluso los mitos, las similitudes de la historia verdadera con ellos han de mostrarse normalmente obvias; han de pare­cerse si provienen de un pasado común. De­cíamos que el mismo mito confirma el deta­lle autentico de la historia y que el mito corresponde a la psicología de los pue­blos porque ésta corresponde a su historia en cierta manera. La historia, pues, debe remon­tarse necesariamente tras sus propias huellas hasta el primero. Alrededor de la primera tradición histórica se formaron los mitos y las cosmogonías, que luego poco a poco fue­ron cediendo lugar a las cosmologías que serían precursoras de cierto tipo de humanis­mo. No seamos ciegos para no ver que la ser­piente hacia mientras tanto su trabajo. El ti­po griego de humanismo desarrolló un aspec­to de la lógica y de las ciencias naturales, aderezando así la mesa para la investigación moderna, pero pretendiéndose luego lastimo­samente, pasados ya unos buenos siglos, en­cerrar al universo separándolo de Dios. Fue entonces que con mucha sutileza el color de la historia derivó camuflado hacia la utópica fábula con que la serpiente engañó a Eva pro­metiéndole independencia. Hoy la misma mentira se nutre del lenguaje altisonante de cierta filosofía. El efecto sin embargo sigue siendo el mismo: La muerte. Pero Jesucristo introdujo la resurrección; he allí la gran dife­rencia!

 

El concepto de resurrección es mucho más antiguo al zoroastrismo con su maz­deísmo, dualismo y ciclos. Ya el rey David en el libro de los salmos había profetizado acerca de la resurrección del Santo de Jehová. Tal cita era usada por los apóstoles de Jesús para confirmar escrituralmente la resurrec­ción de Cristo, de la cual fueron testigos pre­senciales, fieles hasta el martirio. Zoroas­tro o Zaratustra fue apenas contemporáneo de Nabucodonosor de Babilonia y de Tales de Mileto, mal llamado padre de la filosofía; (el hombre siempre fue filósofo, aunque la expresión de su filosofía cambie de matiz se con la época). David fue anterior a Zoroastro. Podemos decir lo mismo con respecto al li­bro de Job, antiquísimo, donde éste declara su esperanza de un Redentor al cual verá en la carne después de deshecha esa su piel. Tal esperanza de resurrección es pues mucho más antigua que Babilonia y Persia. El profeta Isaías, que predijo la cautividad de Israel en Babilonia, antes de Zoroastro, había profeti­zado ya la resurrección. Diré, pues, que el concepto de resurrección es tan, pero tan an­tiguo, que se remonta al origen mismo del hombre. Ya Adán poseyó tal esperanza, pues él recibió la promesa de redención del mismo Dios desde el Edén y al mismo tiempo de la maldición. Si la trasgresión provocaría la muerte y ésta era el imperio de la serpiente, entonces cuando la serpiente fuese aplastada en su cabeza, su imperio seria roto. La resu­rrección ya estaba pues implícita en la pro-mesa de Dios al hombre hecha en el Edén. De alli parte la historia verídica de la raza humana y también el contexto del cual deri­varon los diversos mitos que fueron tomando con el tiempo carices diferentes, pero conte­niendo camufladamente las legitimas espe­ranzas y recuerdos del hombre desde sus albores. Cuando la familia de Jacob descendió a Egipto consideraba ya de importancia el Lu­gar del sepulcro de sus padres Abraham e Isaac. Por eso José hizo transportar sus huesos hizo transportar sus hue­sos a Palestina donde efectivamente fueron introducidos por Josué. Dios había prometi­do al mismo Abraham, y no solo a su simien­te, darle aquella tierra que será aquella donde se asentará la capital del Reino milenario del Mesías con la participación de los resuci­tados. Tal esperanza se ha ido definiendo en la humanidad, y la línea escogida por Dios para preservar el advenimiento de esa simien­te redentora que aplastaría la cabeza de la serpiente, conservó y recibió la revelación que fue creciendo y acumulándose hasta que la mies humana estuviera lista para la apari­ción de Jesucristo. Entonces éste dio cumpli­miento fehaciente con pruebas indubitables ante reconocidos testigos de esa esperanza humana de resurrección. Mostró al mundo las primicias de la victoria con su propia vida y resurrección, y entregó la garantía definiti­va de la resurrección a los hombres, quitando en ella la maldición de la tierra. La confirma­ción de la esperanza humana se arraiga sóli­damente en el hecho de la realidad cristiana.

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