CAPITULO 3

 

LA ENAJENACION HISTORICISTA

 

A La sed de verdad histórica no es la úni­ca sed del hombre. Diría más bien que tal ti­po de sed es apenas una sed subordinada a otro tipo más profundo de sed. La sed de verdad histórica, como otros tipos de sed en el hombre, es una de las necesidades de la vi­da que está diseñada para el servicio de otra significación más profunda del hombre; una significación que ya no tiene que ver solamen­te con los acontecimientos pasados, sino más bien con la vida presente y futura y su signifi­cado, acerca de lo cual, tales acontecimientos pasados podrían arrojar cierta luz. La imparcia­lidad de la interpretación histórica está pues de alguna manera condicionada por esa legiti­ma realidad presente del hombre. Al hombre no le satisface el hecho mismo como tal, sino el significado que hay detrás del hecho. Un he­cho aislado del contexto de la totalidad es in­satisfactorio. El peso de la evidencia del ser y acontecer presentes demanda la sujeción de una interpretación histórica adecuada. Se desembocará inevitablemente en la responsabi­lidad subjetiva de la interpretación. El sujeto es una realidad como tal que exige por sí misma el acomodo de la interpretación histó­rica a la situación de su existencia presente; y en cierto modo demanda ese "derecho" porque su existencia misma es una realidad evidente y presente; y es el adecuado signifi­cado de esa realidad conocida y evidente de por sí, del presente, el que causa la sed su­bordinada de verdad histórica. Hallamos pues un elemento electivo en las causales de la in­terpretación histórica. Tal elemento electivo implica una responsabilidad por causa de la consecuencia. Toda elección tiene conse­cuencia y su finalidad es escatológica. El hombre está pues libre frente al alud nebulo­so del pasado.

 

Diferentes elementos de juicio actúan en la formación de las convicciones. La in­vestigación científica pretende describir mu­chas veces la realidad circundante mediante el común denominador estadístico, pero en variadas ocasiones falla grandemente en el momento cuando se plantea la pregunta en forma prejuiciada y en términos apriorísti­cos, dando por sentadas algunas cosas no comprobadas fehacientemente. De igual ma­nera falla cuando interpreta los resultados impregnada de motivos preconcebidos, algu­nas veces inconscientes. El planteamiento y la interpretación son casi siempre meramente relativos. Las circunstancias de ningún hombre son plenas (aparte de Jesucristo, Dios y hombre, según la fe cristiana). De allí que la única convicción verdaderamente digna de confianza es aquella que verdaderamente provenga en forma directa como un don gra­tuito de revelación de parte de Dios. Y eso es asunto de exclusiva iniciativa divina. Nos postraremos indefectiblemente ante el altar de su soberanía. Nada podrá cambiar esa rea­lidad. Tarde o temprano doblaremos nues­tras rodillas con acatamiento. Nuestra exis­tencia contingente solamente puede apoyar­se y subsistir, aun a su pesar, en un Dios tras­cendente. Yo sé que éste es Yahveh revelado en Jesucristo.

 

Existe en las investigaciones del hombre una cierta mística preconcebida, cualquiera fuere la tendencia del investigador. Y es que el hombre no puede escaparse de la gran rea­lidad que es el mismo como sujeto en proce­so de formación. A pesar de la honestidad, la perspectiva muchas veces depende de los es­casos elementos de juicio. Hagámosle justicia a la fe. El hombre necesita un poco más que la razón para conocer la realidad. No caiga­mos en el mito de la razón suficiente. La su­ficiencia de la razón es un mito, primero, porque la razón es apenas una pieza influen­ciable de la estructura humana. El hombre no es solo razón y sus sentimientos afectan a menudo su manera de pensar. Por eso cada filosofía es un testimonio de su filósofo par­ticular. Segundo, la razón es contingente. Tercero, los elementos de juicio con que tra­baja la razón son generalmente insuficientes si no cuentan con la revelación. Cuarto, la ra­zón es dependiente. Quinto, porque existe para la razón un propósito trascendente a ella; es decir, no fabricado por ella, sino por el Autor de la estructura racional. Los malos pensamientos de incredulidad y el ánimo ma­ligno de rebelión son una enfermedad. El or­gullo levanta su morada sobre la mentira de pretenderse suficiente y propio. La humilla­ción voluntaria ante la soberanía de Dios se asocia al reconocimiento de la verdad. El or­gullo se alimenta del engaño; la humildad de la verdad, la realidad. Cierto, el hombre ne­cesita un poco más que la razón para cono­cer la realidad; necesita de la revelación. He allí el lugar natural y normal de la fe, ele­mento imprescindible del género humano. Aunque no se la use en la revelación, se la usara en la hipótesis, en la deducción, en la interpretación. ,Como puede un hombre su­ponerse científico si descarta ese abultado trozo de la realidad llamado fe? ¡Cuán me-nos científico será si desconoce las eviden­cias de la revelación! Mientras más trate de ignorarlas y mientras más se apresure a descartarlas, más condenará su método. Sere­mos juzgados según lo que escogemos. En el último trasfondo se trata simplemente de Dios y Satanás. ¡Cuántas vueltas da el hom­bre para escaparse de Dios!, ¡cómo se parece al pobre diablo! Para quien no crea en un juicio le diremos simplemente que toda con­secuencia es una realidad. No confíe en ilu­siones, pues se hallará con su propia elección. El hombre normal posee el sentido de la fe para ser usado con toda naturalidad, igual a los demás sentidos. No se aparte de la saluda­ble realidad; reconozca el lugar de la fe. Acuérdese de éste Nombre histórico: iJesu­cristo! No deberla usted olvidarlo ni eludir­lo. Encare Su persona ¡concienzudamente!

 

Ese vanagloriarse del hombre en su lla­mada ciencia, pues a la verdad, más que cien­cia es apenas experiencia, ese vanagloriarse es una fabricación natural humana que utilizan los hombres para llenar su necesidad de segu­ridad. Necesidad que es condición de la exis­tencia. Es la fe natural del hombre que busca un lugar donde reposar; y cuando se aparta de la confianza en Dios, entonces edi­fica en su experiencia a la que llama ciencia, la imagen de un protector, pues se apartó del verdadero. Pretende el hombre en su llamada ciencia hallar al protector que le dará seguri­dad.

 

El delirio de la vanagloria del hombre es para combatir y acallar el terror de su incer­tidumbre. Su fanatismo cientificoide es pues también una prueba de su religiosidad, ahora mal encausada y enmascarada. Sí, la llamada ciencia es la nueva máscara de la religiosidad humana que se pintarrajea la cara para la fiesta de las nuevas circunstancias y para la guerra del destino. El fervor de la adoración del hombre se vuelca entonces a su nuevo tó­tem. El hombre necesita postrarse en grati­tud y reposo, que son elementos de la seguri­dad; y al rechazar a Dios, se postra ante el cientificismo derramando su gratitud ante los nuevos héroes. Ahora se siente iluminado por el conocimiento y baila la danza del descubri­miento. La dirección en la que busca dirigir­se la estructura de la fe es hacia la verdad. El sentido de la fe en la estructura del hombre protesta y reclama satisfacción, por lo cual ahora etiqueta con el santo nombre de la ver­dad, que es necesaria a la existencia, a cada nuevo dios que le produce su laboratorio. ¿Negaréis acaso el dogmatismo marxista que se pretende científico?, ¿Cuánto tardará el hombre en despertar de su nuevo mito y vol­ver al Padre Original?, ¿Cuánto demorará una nueva honestidad en protestar?, ¿no son aca­so vuestra filosofía y cientificismo modernos los nuevos nombres de los dioses paganos antiguos? Pero existe un solo Dios verdade­ro; pero también muchos ángeles y demonios que se han evidenciado a los hombres en to­das las épocas, no importa la psicología de moda. Aquellos son la fuente oculta tras la inspiración de siempre. Más que inconsciente colectivo, se trata de historia y condición co­munes; estructura homínida común dentro de un universo polidimensional.

Mirad los nuevos dioses de quienes buscan oráculos hoy: Carbono 14 y potasio-ar­gón. A éstos preguntan y en sus mentiras creen. No importa si los hechos demuestran la gran cantidad de factores que afectan las constantes, y que la historia registra un dilu­vio que cambió el campo magnético de los tiempos antiguos, deshaciendo la cubierta de aguas super-atmosféricas que afectaba la for­mación de los hidrocarburos. No es tanto el tiempo como quisieran, pues lo necesitan para acomodar su hipótesis; pero los pueblos ávidos de un significado que les permita la amoralidad, se abalanzan sobre las migajas de componendas que sus nuevos sacerdotes de la llamada ciencia les presentan al salir del santuario nuevo del laboratorio.

 

Depravación vil ha corrompido a la hu­manidad. Su religión cientificoide les robó lo más noble del significado de su ser. Su digni­dad se convirtió en moléculas y besaron el caos hasta la conflagración. Miradlos allí, todos sus devotos se preparan para el holocaus­to. El hombre se degeneró en su manera de preguntar. Lo hizo primero a Dios; pero de allí descendió a los espíritus, a los que llamó dioses. Entonces preguntó a sus antepasados. Fue así que se volcó a sí mismo para pregun­tarse, y de sí se inclinó ahora a la materia pa­ra buscar en ella una respuesta para su es­píritu.

 

Huellas limpias y sucias han quedado marcadas en la manipulación de los testimo­nios de la historia. El criterio de honestidad se hace indispensable aunque no sea suficien­te por falta de elementos de juicio; de otra manera el baldón se volverá sobre la propia cabeza. No somos responsables de la historia pasada, pero sí de nuestra interpretación his­tórica. ¿Se adecua la interpretación al conjun­to pleno de vivencias presentes y evidentes por si mismas? Cualquier interpretación que haga violencia a tales realidades y vivencias evidentes, ciertamente no es respuesta ade­cuada. He allí pues la desventaja en que se encuentran los intérpretes que desconozcan el ineludible peso de vivencias de conoci­miento presente y de revelación vivificante. La experiencia profunda de la vivificación se yergue tan legítima como la misma existen­cia, pues disfruta de una certeza presente que sobrepuja el nebuloso ayer, al cual se acude apenas para complementar el cuadro de la experiencia presente y para encajar el hecho de hoy con sus relaciones del pasado.

 

¿Quién me dirá que no he nacido si estoy aquí?, ¿quién me dirá que Jesucristo no ha resucitado si además del testimonio de los testigos se me ha revelado también a mí y a otros cada d fa?, ¿quién me dirá que no existe El que me responde más allá de la posibilidad humana?, ¿por qué escoger términos reducti­vos y fraudulentos para opacar ante mi mismo la mano del designio?, ¿por qué mutilar mi sorpresa ante la providencia? ¡Tengo el dere­cho de aceptarla!, es injusto cerrar los ojos vo­luntariamente!. La presencia de Dios eviden­te tanto como yo y el universo no necesita interpretación alguna. Está allí y nos encon­tramos con ella tan convincentemente como con nosotros mismos y las cosas. Los senti­dos conocen la evidencia de las cosas mate­riales; el alma conoce su propia existencia con su enjambre de vivencias; y el espíritu conoce a Dios con quien tiene semejanza y afinidad, y en los renacidos del cristianismo, hasta idéntica naturaleza participada. El co­nocimiento necesita instrumentos de la mis­ma naturaleza de lo que conoce. La materia corresponde a la materia y la psiquis al alma y el espíritu a Dios y a los espíritus. Está en te­rrible desventaja aquel que tiene mutilado el instrumento de su conocimiento. Tal atrofia no puede ser reemplazada por sustitutos de una naturaleza inferior. .La filosofía trata con el sistema de abstracciones del mundo metafísico; la religión, en cambio, trata con el ente metafísico mismo; contacta con él. He allí la superioridad del conocimiento reli­gioso comparado al conocimiento filosófico, en cuanto a lo metafísico. La así llamada ciencia, llega más bien a ser "no ciencia" en este respecto, pues a si misma se mutila y limita en el use de los sentidos perceptores de la integridad humana. La evidencia metafísica es conocida en el terreno de la religión. Y no hay que confundir religión con cultura de religiones comparadas, lo cual es apenas historia. Religión, más que cultura, es expe­riencia. Lo simplemente mecánico no basta­rá para el conocimiento de la vida. Asimismo la vida natural es abrumadoramente insufi­ciente para discernir las realidades sobrenatu­rales. La religión como tal es la ciencia de las evidencias espirituales. La filosofía no se le puede comparar, porque ésta se mueve ape­nas en el piano abstracto e inerte de la mera representación de las entidades metafísicas, pero no con ellas mismas. Tales entidades mismas, Dios, ángeles y demonios, espíritus de ultratumba, requieren un instrumento su­perior a la filosofía, que conviva con ellas en afinidad de naturaleza. Relegar al mero pia­no de irrealidad legendaria a lo que determi­no el curso de los pueblos es no comprender las fuerzas que realmente tuvieron lugar, a las que se ha interpretado diversificadamente.

 

Al acercarme pues a las relaciones históricas y mitologales, escojo abierta y sin­ceramente colocar mi confianza en aquellos documentos históricos que a mi juicio se adecuan más perfectamente a la realidad, mía propia y de muchos; diría más bien, de muchísimos millones de congéneres de hoy y de ayer. Es pues en la valoración e interpre­tación del documento donde radica la res­ponsabilidad del elemento electivo, no es en el documento mismo evidente de por sí. La filosofía, pues esto es también la interpretación histórica, como simple e inerte repre­sentación abstracta de las relaciones dentro de la totalidad, debe someterse a la totalidad mis­ma evidente de por si. La originalidad vital se levanta contra el peso de la ilustración anqui­losada de la cultura.

 

El eclipse de fe causado por la mala fi­losofía, es pues una lamentable enajenación donde la mera representación distorsionada se acepta en lugar de la misma realidad total. Corresponde a la vida, por la evidencia de si misma, traer a la filosofía de nuevo a su lu­gar cabal como sierva fiel. Digo pues que la filosofía, o mejor, la parte filosófica del Hombre, es apenas un canal que debe sujetar­se a la vida y tomar la forma fiel de las evidencias, incluidas las del más allá, que son conocidas mediante el instrumento apto del conoci­miento religioso, la revelación y el testimonio de las experiencias espirituales evidentes. Quien se rehúse a considerar tales testimo­nios carecerá ante si mismo de elementos de juicio. Quien desconozca la revelación y las experiencias confirmatorias de ella, no halla­rá en la filosofía nada que se le parezca; in­defectiblemente vagará en tinieblas. El en­tendimiento filosófico es de una naturaleza excesivamente inferior comparado a la reali­dad vital que proporciona el conocimiento por revelación directa del ente metafísico. En el conocimiento religioso, se aprehende di­rectamente en el espíritu al ente metafísico, Dios; ángeles y demonios han sido conocidos también no solo mediante el espíritu, sino además con otros sentidos más burdos de la naturaleza humana. El discernimiento, pues, en el mundo de las cosas espirituales requiere un conocimiento que para esta dimensión podríamos llamar sobrenatural, por medios espirituales. Bien escribió el apóstol Pablo: "El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura y no las puede entender porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado de nadie". (1 Cor. 2:14-15).

 

Son precisamente las evidencias actua­les del Espíritu de Jesucristo resucitado lo que Su Cuerpo Místico está fundamental­mente llamado a demostrar, antes que cual­quier otra cosa.

Los acontecimientos espirituales son lo normal de la historia del hombre, no impor­ta cuánto se les pretenda reducir a explica­ciones que siempre se quedan cortas. La jac­tancia moderna, con su temor de lucir primi­tiva, se engaña a si misma cambiando mera­mente las palabras; no modifica la realidad ni disminuye sus efectos, sino que se dopa con el tranquilizante de la lingüística y la termi­nología. Tal terminología expresa meramen­te su deseo, pero no es fiel a la evidencia. Y hoy en día., como irónica paradoja, mientras la filosofía grita desaforadamente intentando apagar la voz de las cosas espirituales, se mul­tiplican arrolladoramente las experiencias so­brenaturales y místicas de hombres comunes y normales, muchos inteligentes y cultos, alre­dedor del mundo. Los materialistas no cono­cen suficientemente al hombre; su interpre­tación es muy superficial. Cuando la crítica histórica luchaba por ridiculizar el aspecto milagroso de la historia antigua, aparecen al mismo tiempo por todas partes infinidad de testimonios de aconteceres milagrosos en las mismas narices de los críticos. Cuando se reían de las multiplicaciones de los panes por el Señor Jesucristo en Galilea, se multiplican hoy en Su Nombre las mandiocas en Indone­sia. Cuando no, podían soportar el relato de las resurrecciones efectuadas por el Señor y sus apóstoles, tendrán que cerrar las bocas ante resurrecciones presentes y docu­mentadas mediante un William Marrion Bran­ham, un Tomy Osborn y otros varios. Y ¿qué decir de sanidades milagrosas y espectacula­res de personas desahuciadas por los médicos y especialistas? Es tal la evidencia que no puede enumerarse. No nos explayaremos pues en la consideración del movimiento Ca­rismático mundial, al que paralelamente acompaña una corriente de demonismo sin par en la historia. A los pies de las modernas cátedras materialistas o existencialistas bulle y ruge el ocultismo. ¿Acaso si le llaman pa­rapsicología dejará de producir los mismos efectos diabólicos? miradles el rostro y des­cubriréis al mismo diablillo. Evidentemente han madurado sobre la tierra el trigo y la ci­zaña. La terminología de inconciente colec­tivo no puede reducir la realidad de las enti­dades de otra dimensión ni de las experien­cias paranormales. Al final de su vida Jung reconoció la existencia real de tales entida­des y las llamó "Psicoides".

¿Cómo interpretaremos entonces lo que nos presenta la historia?, ¿qué docu­mentos claves juzgo más dignos de confian­za? por excelencia, las sagradas escrituras ju­deocristianas. Poseen estas en si mismas la suficiente calidad para imponerse ellas solas. Lo divino en ellas, ya reconocido, es contac­table en forma directa por cualquier espíritu abierto que se acerque a ellas para escudri­ñar y buscar. Ellas son para mi el pimpollo del árbol de la historia; las mayormente so­metidas a escrutinio resultando airosas hoy más que ayer. Las únicas con respuestas uni­versales y comprobables. Personalmente es­cojo poner mi confianza en ellas y colocar todo documento simplemente al lado de ellas y medirlo con las sagradas escrituras que contienen la revelación del mismo Dios. Otra persona escogerá quizá intentar medir las es­crituras con otro documento, tal vez el mo­derno diente de pecarí llamado hombre de Nebrasca. Yo mido más Bien el documento con la vara del príncipe de los documentos: La Escritura en que creyó Jesús resucitado de los muertos. Tengo razones interiores pa­ra pacer tal elección. La vara de medir ha lle­gado a imponer su autoridad por si misma a mi conciencia; la escojo porque me lo dicta la conciencia honestamente. Mi cristianismo no proviene de tradición sino de conversión madura después de haber pasado por muchas experiencias y después de haber hecho inves­tigaciones. Las escrituras son el documento directriz que se erige ante mí desde la histo­ria con mayor confiabilidad. Por él mido, abierta y sinceramente, sin pedir a nadie ex­cusas por ello, a los demás documentos. Por ellos

también juzgo las experiencias. En el campo de valoración de documentos históricos, a autoridad del documento es inherente a él; y mucho más cuando es confirmada por el resto del contexto de la realidad. La realidad es el contenido de un documento autoritativo, en el sentido de testimonio. La conjetura no tiene derecho a sentarse en la primera silla. El Dios de siempre ha vindicado hoy lo que salió de Su mano ayer. La vindicación divina es la palabra final; y Él vindica con Su propio testimonio. Él sabe cómo hacerlo evidente a los limpios de corazón.

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