CAPÍTULO 4

 

LA ILUSIÓN EVOLUCIONISTA

 

Para dar una breve razón sumaria de mi posición creacionista, quepa a esta altura introducir un corto paréntesis para conside­rar el asunto de la ilusión evolucionista que ha hecho presa de la mentalidad moderna y que encandila como oropel desde el espejismo del materialismo dialéctico. El fervor moder­no se ha buscado un sucedáneo ante su crisis de fe por causa de la pérdida de su perspectiva. La ilusión de la hipotética evolución ha sido el paliativo utilizado con mayor frecuencia, de tal manera ya, que se ha erigido en tabú sa­grado, y es dogma a priori de fe, lo cual aun así es abiertamente reconocido, entre los cre­yentes del llamado método científico. Otra ocurrencia temporal de los hombres, bastante ingenua por cierto, aunque con mostachos postizos de aparentada seriedad. Digo inge­nua, por su ignorancia de la realidad metafí­sica y por su autolimitado sentido de percep­ción. Este ha sido el siglo en que los hombres han escogido mutilar su porción más sublime.

 

Puesto que algunos han tornado tan en serio el asunto afectando su destino eterno, nos tenemos que tomar entonces la osadía de presentar a su más sensata consideración algunos hechos reales, de manera que el fan­tasma de la ilusión evolucionista no se hin­che tan imprudentemente. La hipótesis ha si­do tan vapuleada por los descubrimientos y tan engalanada de falacias que es hora ya de apercibirse contra ella; tan sospechosa es. A la selección natural derriban las relaciones simbióticas. A la generación espontánea los descubrimientos de Pasteur y otros. A las mutaciones, la realidad estadística de cuan­tiosa degeneración.

 

Comencemos diciendo que el tiempo mismo le ha quedado corto. De ninguna mane­ra ha podido haber el tiempo necesario a la hi­pótesis, comprobable, para que se desarro­llen al azar millones y millones de milagros. Los fósiles aparecen muy desarrollados sin antecesores, y hasta pequeños fósiles ocupan varios estratos terrenos a los que se les atri­buyen en la interpretación diferentes épocas; de manera que un solo espécimen, contra to­da lógica, participó de alargadísimas eras; alargadísimas en la interpretación, no en la realidad. Fósiles "más nuevos" aparecen en estratos mas profundos, y de un mismo es­trato se obtienen cosas "nuevas" y "viejas". La infinidad de años que requeriría un mísero cambio, en tan pocos estratos comproba­bles de registro paleontológico, sumándose a la sinrazón de una mutación casual no dirigi­da y desechable por falta de inteligencia pre­visora, y por inutilidad "transitoria", todo junto, es ya una prueba contraria. Ni los fósi­les más antiguos, con toda la exageración atribuida al mudo carbono 14, alcanzarían a llenar el tiempo requerido para la formación de complejidades arrolladoras; ni siquiera de magnitudes considerables. Por el contrario, en vez de cambios graduales, la paleontolo­gía registra formas y tamaños de fósiles cuya aparición y relación geológica hablan de irrupción repentina de los géneros. Además, el modelo catastrofista geológico explica per­fectamente por selección hidrodinámica en la catástrofe diluviana, la sucesión fósil estra­tigráfica. El catastrofismo explica también, con más posibilidades que el actualismo, los depósitos sedimentarios, los cementerios fósiles, las rocas ígneas y otros misterios de la paleontología y la geología. Veo con gran sa­tisfacción que también la paleontología muestra en los estratos terráqueos la confir­mación geológica del libro del Génesis; ade­más del diluvio, también la independencia de los géneros y la aparición diferenciada de los reinos naturales. También la embriología y la genética confirman estos últimos ítems mos­trando la imposibilidad de convertir a un género en otro. Cuánto más lo comprueba el sentido común al observar hoy vivos y en pie a los géneros básicos, pero como ironía cu­riosa, no hay rastros de vida de ningún esta­do intermedio entre los géneros. Las varieda­des, posibilidad genética original, no cruzan nunca los limites de su género; no evolucio­nan; tan solo varían dentro de sus posibilida­des genéticas demarcadas con exclusividad. Esto es aun así en los especimenes que gozan de apariencia mixta. Faltan justamente todos los eslabones perdidos, y estos son millones. Podríamos detenernos en cualquier punto de la línea y hallar al padre semejante al hijo y al hijo semejante al padre.

El abismo entre lo inorgánico y la vida es tan profundo que ni siquiera la ciencia tan compleja, experimentada y manipulada inte­ligentemente ha podido tener el honor de ce­rrar fehacientemente su brecha. Cuánto me-nos un azar abofeteado por las evidencias de designio en la naturaleza, hermosamente de­mostradas principalmente en las relaciones simbióticas. La ley de la entropía, segunda de la termodinámica, es una barrera infran­queable para la evolución de lo inorgánico a lo orgánico. A la entropía, ni el mismo teóri­co premio Nobel, Prigogine, pudo vencer en el papel, según la refutación de Elmendorf, Morris y Gish. Y aunque el laboratorio llega­se a demostrar una ley natural, nadie puede atribuirla llanamente a la casualidad. Las mu­taciones y la generación espontánea son el mito más deseado, pero a la vez el más rea­cio, pues cada vez que aparece una mutación es como si se burlara de la palabra evolución. Cada mutación produce generalmente un monstruo inservible y desechado aun por sí mismo y sus congéneres. Ante tales deforma­ciones más bien lo que se levanta es gratitud a Dios porque nos toce, la parte normal. Pre­fiero creer en el gran milagro normal de la creación antes que en los millones de incom­probables milagros del azar.

La arqueología, especialmente la rela­cionada a la cultura egipcia, proclive a em­balsamar a los animales que deificó, desentie­rra de miles de años atrás especies exacta­mente iguales a las nuestras actuales.

 

Y ¿quién que esté medianamente infor­mado le va a creer sus mentiras al carbono 14 que no mide tiempo sino limitadas des­composiciones orgánicas, sujetas al embate alterador de la rediación cósmica de activi­dad inconstante, y a otros factores desestabi­lizantes como la humedad, la radioactividad, la desintegración alfa gamowiana, etc., que destruyen la confiabilidad de las constantes?. Además, la atmósfera antidiluviana era dife­rente debido a la capa que rodeaba la atmós­fera, que además era rica en oxigeno, lo cual impediría la formación de ciertas moléculas orgánicas necesarias para el paso por azar de lo físico - químico a lo biológico en caso de una evolución atea y sin propósito. Los lla­mados relojes atómicos se contradicen unos a otros con diferencias aterradoras. La apa­riencia de edad en las cortezas y capas de los árboles se explican con la radioactividad. Y ¿qué otros factores desconocidos alterarán mucho más el asunto? Cuando algo es crea­do aparece súbitamente en una fracción de tiempo muchísimo menor al que aparenta el desarrollo de su estado actual. Si Adán fue creado joven, pues al instante luciré con mu­chos años irreales encima; igualmente con to­da creación. Por otra parte, hasta la misma presión del petróleo indica a todas luces que la tierra no puede ser tan vieja como se la quiere suponer para poder acomodarla a la hipótesis evolucionista. No hay tiempo sufi­ciente para los eslabones; no hay tiempo pa­ra la evolución, a menos que sea en la imagi­nación.

 

La entropía, la llamada "masa perdida" de las galaxias y sus brazos espirales, la desin­tegración de los cometas según la investiga­ción de Swimne, el encogimiento del sol se­em los informes de Kelvin, Helmoltz, Eddy y Boornazian, el efecto Poiting-Robertson, el cálculo de Petterson sobre el tiempo de acu­mulación del polvo meteórico, la reducida cantidad de polvo hallado en los alunizajes, el campo magnético de la tierra según la ecuación de Lamb, la velocidad de exuda­ción y el contenido de helio en la atmósfera terrestre, los errores de las mediciones anti­guas relacionados al factor plomo original en los minerales y relacionado a la lixiviación y a la contaminación de plomo radiogénico y otros plomos anómalos, la neodatación ra­diométrica incluyendo todas las constantes y factores, los radiohalos de polonio 218, el modelo catastrofista de fosilización y estrati­grafía, los descubrimientos de Gentry acerca de la juventud del carbón, la ya mencionada presión del petróleo, la teoría moderna que reduce las 4 glaciaciones a una sola, la dilu­viana, los cálculos de radioactividad en los minerales radiogénicos, la erosión de las montañas, etc., etc., todos estos son mazazos sobre la cabeza de la cronología evolucio­nista.

 

La famosa galería de "antropoides", ya caduca aunque no retirada del mercado co­mo las ediciones viejas, es en su mayoría ex­plicable o fraudulenta; no importa que se trate del anciano artrítico de Neanderthal, del diente de chancho de Nebrasca, de los di­bujos de Ameghino con sus hipotéticos tri­prohomos. Digámoslo de una vez: Razón hay en no llamarle historia a la "prehistoria". Esta última no es en efecto segura y docu­mentada historia. La historia comienza en Mesopotamia y su registro es perfectamente concordante con la declaración fundamental de las Escrituras Sagradas judeo-cristianas. El Verbo de Dios, testigo y vehículo de la creación, que se reveló a los hombres en carne, y resucitó históricamente citando así el Génesis, creyó en la historicidad de toda la Escritura y la confirmó así. Yo creo también. Y pensar que la geología tan vapuleada por el catastrofismo, la distorsión estratigráfica y el vulcanismo, es la incierta y endeble base sobre la que descansa el círculo vicioso de interpretación paleontológica, que al fin y al cabo es la única suposición dizque firme del evolucionismo, falso sustento del materialismo dialéctico.

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