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EL PALO VERTICAL Durante mi estadía en Chile comencé a leer la Biblia intensamente. Puedo decir que fue allí donde se definió dentro de mí la singularidad de Jesús. La exquisitez de su aspecto moral hizo presa de mí y entonces me decidí verdaderamente a poner en práctica la moral cristiana. Claro está que la moral no lo era todo; pero por allí me acerqué. Capté que Jesús Cristo era algo más especial que un simple maestro o santón yoga. Sus preceptos eran verdaderamente magníficos. La libertad, el amor y la confianza del Cristo de los Evangelios eran verdaderamente un ideal definido y digno. En forma natural llegué a obedecer a la autoridad de sus demandas. Yo mismo me admiraba de haber creído. Sí, ahora creía en Cristo y tenía que disponerme a aceptar el resto de sus palabras. Entonces creí también en los angelitos. Y todavía creo. Con plena conciencia abracé la ingenuidad de la fe. Sabía que podía lucir ridículo, pero no me avergonzaba. Creí realmente por la gracia de Dios. Al recordar el inicio de mi fe debo reconocer que fue un milagro divino. Creía realmente y no entendía cómo fue que llegué a creer. Me asombraba el hecho. Ahora creía. Lo que antes había llamado fantasía e ilusión, escapismo y muletilla, ahora se abría delante de mí como algo perfectamente normal y real, inclusive científico, pues era histórico. Nada me impedía creer. La excelencia de Cristo justificaba sus declaraciones. Jesús Cristo sería desde entonces mi maestro especial, exclusivo. De entre todos los que levantaban la voz, la suya resultó más convincente, más satisfactoria. Descubrí por experiencia que para cada caso tenía la respuesta correcta. Encontrarlo a Él era encontrar la esperanza, la tranquilidad, el método, el sentido. Ninguna de estas cosas tan necesarias al hombre, por las cuales se desgañita buscando, ofrecían las escuelas. Había yo estudiado y leído apasionadamente el psicoanálisis, había seguido a Nietzsche en sus disquisiciones, había abrazado el existencialismo, pero no quedaba satisfecha mi demanda por la verdad. Me intoxiqué de la literatura moderna, estudié psicología, antropología, sociología, filosofía, mística oriental, vi las mejores películas de los mejores directores de cine, escuché las más hermosas piezas musicales, conocí los parajes del mar y de sus playas, de la nieve de las cordilleras, de la selva, pero nada encajaba dentro de mí como Jesús Cristo. ¡Que diferente era!. Entonces me comencé a sentir libre. Les escribí cartas a mis parientes y amigos. Marina Vergara, una compañera en mis estudios de psicología en Bogotá, me escribió expresándome sus dudas y diciéndome que quizá se trataba de una simple sublimación; que yo ya no era la persona tan libre que ella había conocido en Bogotá. Le contesté que recién ahora me sentía verdaderamente libre; y procuré explicarle en los términos freudianos en lo que consistía la esclavitud. El ello y el superyo subyugaban al yo dentro de un círculo vicioso del cual no podía escapar. Era esclavo de sus impulsos y esclavo de las normas sociales, pero no era libre. Le expliqué que la irrupción de Cristo era una nueva fuerza que lo liberaba de la esclavitud a los impulsos del ello, y lo liberaba también de los absurdos de una sociedad enferma que no sabe lo que quiere ni puede lo que anhela. La irrupción de Cristo en la vida liberaba al yo del círculo vicioso de la esclavitud. Un nuevo poder, sobrenatural, controlaba ahora la dinámica y jineteaba liberando al yo de la opresión y el conflicto. Por medio de la realidad sobrenatural suplía ahora el ideal perfecto y la virtud para alcanzarlo, y controlaba el furor de la libido. Era, pues, más que una sublimación, pues esta se limitaba a la energía dinámica natural, pero Cristo aportaba una energía superior y libre. Había, pues, que aceptar a Cristo y colocarlo en la raíz del yo. Marina me contestó que era interesante, y luego de muchos conflictos y dudas sobre la salud mental, poco a poco, ella llegó también a convencerse de la verdad de Jesús Cristo. Así me lo hizo saber varios meses después. Cuando llegué por primera vez a Antofagasta, Chile, estuve durmiendo en la playa debajo de una canoa; otra vez debajo de un escritorio de profesor en un salón de clases cerca a la playa. Mientras yo descansaba, vino el sereno y me encontró allí; pero yo hice como que dormía y él no me molestó. Después encontré hospedaje en una residencia universitaria. Por aquella época era presidente de la nación chilena el médico marxista Salvador Allende, y estaban en el asunto de la nacionalización del cobre, el fuerte de la nación. La gente parecía muy hospitalaria, y muchos estaban orgullosos de que Chile hubiera sido el primer país donde el marxismo había ganado en las elecciones sin necesidad de una revolución sangrienta. El ejército en un principio se mostraba imparcial y la policía era muy cortés. Recuerdo que una vez salí a conocer la ciudad de Antofagasta, y al pasar por la playa, encontré a dos hippies argentinos que acampaban baja una carpa y estaban allí haciendo artesanías. Me acerqué a charlar con ellos y les estuve hablando de Jesús Cristo y Su evangelio. En eso llegó la policía y nos llevó en ambulancia hasta la comisaría. Allí nos revisaron cortésmente y nos interrogaron. Yo les di testimonio de mi pensamiento con toda sinceridad y ellos me dejaron en libertad. Me explicaron que era su deber hacer averiguaciones por causa del orden público, y que disculpáramos la molestia. Yo tenía algunos dólares y fui a cambiarlos a una tienda de antigüedades. Parece que estaba prohibido el cambio, pero medio a escondidas me los cambiaron. Los alimentos eran muy baratos; especialmente la leche importada desde Alemania Oriental. La leche condensada también era más barata. Al cambiar el peso argentino por escudos chilenos el cambio salía muy beneficioso. En el puerto había un barco colombiano y alguna vez fui a comer allí con la tripulación. Intenté también aquí embarcarme, pero tampoco resultó. Me hospedé por varios días en la universidad de Santa María. Allí estuve con los estudiantes. Unos me cedieron su boleto para el restaurante; otro me cedió la cama. Para mí, era tiempo de mucha lectura bíblica. Una vez fui invitado a una reunión con los líderes universitarios a cuyo cargo estaban las residencias universitarias. Eran marxistas y quisieron adoctrinarme. Había entre ellos dos argentinos que viajaban hacia el norte; se me ocurrió la idea de que eran guerrilleros prófugos de la justicia argentina. Durante la reunión yo les expliqué mis convicciones cristianas. Me dejaron hablar. Yo les decía que todo era un proceso para que el hombre llegara a ser uno con Dios. Inclusive les dije que el marxismo era apenas una etapa en el proceso que debía superarse hasta llegar a esa perfecta reunión de todas las cosas en Cristo. Uno de los argentinos comentó con aire de sabelotodo: –Inteligente el muchacho.- Ninguno me retrucó lo que les dije. Pero el líder de ellos me dijo que si el marxismo era una etapa, debíamos comprometernos con esa etapa ya que estábamos en ella. No vi la trampa y asentí. Entonces me invitó a participar con ellos en las actividades del partido. Yo quise demostrarles que no tenía miedo, aunque tragué saliva y un presentimiento extraño pasó por mí. Fui entonces con un grupo de ellos a una casa desde donde deberían recibirse las órdenes del partido. La misión era escribir consignas en las paredes. En Chile estaba permitido, pues el marxista era el partido oficial y había permiso para hacer murales. Durante una noche salimos con la intención de hacer eso; olvidé cuál iba a ser la consigna; pero hubo un desacuerdo en la cúpula y no se hizo nada. Regresamos a la universidad. Pero una cosa sí recuerdo que percibí claramente: era la dependencia ciega que profesaban los muchachos al partido. El ambiente me pareció tan fraudulento. Los que se afiliaban se convertían en títeres sin ninguna participación en las decisiones, pero arriesgándolo todo, aun la vida. No obstante, se escuchaban quejas acerca de los superiores, los cuales parecían actuar con favoritismos, indecisiones y sacando tajada mientras eran otros los que exponían el pellejo. Esa fue la impresión que recibí en aquella única vez, pero fue suficiente como para que me escabullera. En la universidad se corrió la voz de que yo era cristiano; entonces me invitaban a charlar en sus mesas durante la comida. En una ocasión, un joven de ojos brillantes, joven idealista y de fe católica, al saber que yo había confesado mi convicción cristiana, me invitó a su alcoba y me habló de su fe en Dios mezclada con las inquietudes sociales tan en boga por causa del ambiente marxista. Me confesó que con un grupo estaban formando un frente titulado "Izquierda Cristiana". Me llevó a un paraje secreto donde se reunían. Detrás de un armario había una puerta falsa que daba a una sala oculta donde tenían reuniones. Allí me mostró en un tablero la insignia del frente: un puño y una cruz. Me contó que al terminar la misa se daban la paz, y que la fe debía ser viva y no formal. Recuerdo que le expresé mis dudas acerca de la institución católico-romana y de la mezcla con el socialismo. Abogué por una identificación con Cristo en la forma más pura. Al hablar de la unidad con Dios, en cierto modo usaba la figura de la llama en donde todas las candelas se hacen una en el fuego de la flama. Esta figura la había extraído del misticismo oriental y la mezclaba con mi incipiente cristianismo. El yoga enseñaba que nuestro yo interior era partícula de la divinidad. No hablaba nada sin embargo el yoga acerca de la redención del pecado. En su lugar, colocaba al karma y a la reencarnación. Desembarazarme de aquello fue lento, pero la lectura asidua de la Biblia fue conformando poco a poco mi pensamiento y desligando de él los elementos extraños. De Antofagasta viajé a Chañaral. Por el camino del desierto del Atacama procuré hablarle acerca de la Biblia a un compañero de viaje colombiano que había conocido hacía poco, pero él me contestó que él no creía en esas cosas. De Chañaral pasamos a Copiapó; y mientras estábamos en la plaza con nuestras mochilas, una mujer joven se acercó a hablarnos y nos invitó a una casa para hospedarnos. La casa resultó ser la morada de dos buenas mujeres españolas, Margarita, de más edad, y Josefina, una joven. Allí también se reunían varios ex-sacerdotes católicos españoles de tendencia progresista y socialista. Nos hospedaron en su casa. Uno de los ex-sacerdotes me dijo que él pensaba que la iglesia católico-romana no era la iglesia verdadera. Yo le contesté que yo pensaba igual, y que yo la identificaba con la Gran Ramera del Apocalipsis, según lo había escuchado de los a sí llamados testigos de Jehová. Me habló también el ex-sacerdote acerca de la necesidad de la mujer. Precisamente la suya era aquella que nos invitó de la plaza a la casa. Pocos días después los dos viajaron a Santiago de Chile. Yo les hablé de ser uno con Dios. Ese era el tema que dominaba mi pensamiento y la meta principal de todo el peregrinaje humano. Margarita me comentó después que la razón por la cual el ex-sacerdote me hablaba tanto de la belleza y necesidad y complemento de la mujer, era porque desde niño él había entrado en el seminario y había estado muy reprimido a este respecto; y por lo tanto, ahora que encontraba una para él, se sentía como fascinado. Me parece que en aquella ocasión yo les comenté que el celibato no era bíblicamente obligatorio. Este grupo de ex-sacerdotes se mezclaba a trabajar con los obreros en las minas, y su misión era concientizar al pueblo preparándolo para el socialismo. Parecían desengañados de la iglesia católico-romana, de su jerarquía e ineficacia social. Ellos parecían sinceramente interesados en un evangelio social. Se reunían de tanto en tanto para estudiar y comentar el Libro del Éxodo, el libro de la liberación del pueblo de Israel. Para mí el mayor y primer énfasis estaba en el aspecto vertical del evangelio; para ellos en el aspecto horizontal. Para mí el sentido principal era escatológico; para ellos la praxis actual. De Copiapó seguí viaje hasta La Serena, donde preparamos leche en polvo y dormimos sobre unos pupitres en un colegio. De allí pasé a Santiago la capital. Allí se escabulleron de mí entre la multitud aquellos acompañantes ocasionales con quienes nos habíamos conocido en Lima y que también como yo recorrían Sudamérica, y que nos encontrábamos de tanto en tanto a lo largo del viaje, pero nos separábamos para conseguir más fácilmente acogida. Pienso que era por las fallas en mi carácter por las cuales ellos se deshacían de mí. Ya una vez me había ocurrido con los dos argentinos en Quito. Ahora otra vez con los tres colombianos y el peruano en Santiago de Chile. Les comprendo; yo mismo quería escabullirme de Freddy el peruano. Además tuve actitudes negativas especialmente con uno de los colombianos que viajaba conmigo. Cuando en Lima se nos había dado la carpa y las revistas, yo vendí la carpa como cosa mía, pues se me había dado a mí particularmente; pero era de sobrentender que en esos casos el compañerismo debe primar sobre el favoritismo de los donantes. Así, pues, con esas fallas, ¿qué clase de testimonio podría yo dar? En Santiago dejamos nuestro equipaje al cuidado de los guardianes del Parque Forestal. Cuando ellos se escabulleron de mí, yo regresé al Parque Forestal y tomando una pequeña tela de carpa de ellos, y dejándoles a cuenta mi mochila, envolví mis mantas de lana peruana en aquella tela de carpa y otros pocos enseres y me las vi yo solo en la ciudad para poder arreglármelas. Santiago fue para mi una etapa importante. Encontré hospedaje en una residencia universitaria, no sin antes haber pasado una de las primeras noches, y era invierno, en un sótano de un edificio con gran frío procurando conciliar el sueño. A la mañana siguiente de esa fría noche salía recorrer la ciudad y fui al barrio alto donde dormí a la luz del día en un prado, pues la noche anterior había sido poco lo que pude dormir. Gracias a Dios encontré después aquellas residencias universitarias. Estuve varios días en Santiago. Durante el día salía y recorría buscando parajes tranquilos en la ciudad donde pudiera ponerme a leer y a meditar. Fueron días de intensa lectura; principalmente el Nuevo Testamento, las cartas apostólicas. Hallé también la antesala de un edificio público y allí me acomodé en los sillones y pasaba el día leyendo. Una de las cosas que recuerdo como un gran descubrimiento fue cuando al leer el Libro de Daniel, por mí mismo empecé a relacionarlo con el Apocalipsis, y la luz del entendimiento comenzó a arder en mi corazón de tal manera que me emocionó tanto el penetrar en el misterio de las profecías históricas concernientes a la bestia. Entonces un nuevo panorama se abría delante de mí. Amé tanto la Biblia que ella llegó a convertirse en mi compañera inseparable. Ya por nada más me preocupaba, sino en poder enfrascarme en su lectura, estudio e investigación. Ni siquiera me preocupaba por la comida. Demás está decir que no tenía ya dinero. A la hora del almuerzo conseguía una buena manzana en un puesto de frutas y eso bastaba. Una vez, estando leyendo en el Parque Forestal, a la hora de almorzar alguien se acercó a conversar conmigo. Charlamos, me invitó a almorzar, y se fue. De esa y otras maneras experimenté lo que era vivir bajo la providencia de Dios. Aunque estaba sin dinero, de una u otra manera aparecía la forma de sustentarme. Entre tanto, la lectura de la Biblia se hizo muy intensa. De tales lecturas comencé a comprender cómo era la iglesia primitiva del Nuevo Testamento en sus primeros días. Entonces anhelé esa iglesia, días como esos, una iglesia como aquella. Debía haberla en algún lugar. Era cuestión de buscarla o de hacerla. Recuerdo que cuando eran mis días de mocedad en mi primaria en el colegio Santo Tomás de Aquino, se nos enseñaba la historia sagrada. Recuerdo cómo encendía mi alma el relato de los primeros cristianos y de los mártires primitivos, tales como San Lorenzo a quien quemaron vivo sobre una parrilla y él permanecía imperturbable. Pero me entristecía cuando la historia cambiaba y desde Constantino el emperador en adelante comenzaron a aparecer cierto tipo de arzobispos, cardenales, papas y esa jerarquía rodeada de lujos. Yo amaba aquella parte primitiva de la historia de la Iglesia, pero algo dentro de mí se entristecía de la historia posterior. El profesor nos enseñaba que aquel había sido el triunfo del cristianismo, pero mi espíritu intuía ya de niño que no había sido tal; que el verdadero triunfo había sido el de los mártires. Yo prefería aquella pureza original. Fue aquello lo que me había hecho desear siendo joven el ser un santo, un mártir como aquellos. Después me habían enseñado que al papa Dios le hablaba directamente. Entonces de niño quise ser un sacerdote católico, esa era mi vocación, para poder llegar a ser obispo, y entonces papa, para poder hablar con Dios. Lo que me importaba era hablar con Dios. En mis juegos con mis compañeritos yo era el sacerdote que decía la misa y bautizaba las muñecas. Un universitario, Bernardo Márquez, que moraba en casa alquilando una pieza, me preguntaba que para qué yo quería ser sacerdote, si para tomar vino en la misa o para qué. Yo le decía que para poder ser papa y poder hablar con Dios. Hasta el segundo año de bachillerato había albergado el deseo de ser un santo; pero desde el tercer año de bachillerato hasta mis años de universidad me había apartado de la fe y militado en el hippismo existencialista nietzscheano y freudiano. Pero entonces abandoné la universidad en busca de la verdad más plena, y en el camino encontré a Jesús Cristo. Ahora me encontraba en el Parque Forestal de Santiago indagando en la Biblia la doctrina cristiana y apostólica, y regresaba a mí en una forma ahora más definida la visión de aquella iglesia primitiva. De las epístolas paulinas y de la experiencia de soledad y necesidad de amistad descubierta al rojo vivo durante el viaje, comprendí que yo no era un ente solitario, sino parte de un cuerpo, y ese cuerpo era la Iglesia, y la Iglesia eran aquellos cristianos como los primitivos, los nacidos de nuevo según el Nuevo Testamento. Era necesario buscar entonces esa Iglesia. Esa fue la conclusión a la que comencé a llegar desde Santiago en adelante. Tomé mis pocas cosas y salí a las afueras de la ciudad con rumbo a Valparaíso y Viña del Mar. Empecé a caminar por la ruta y el paisaje me hablaba de la proximidad de Dios. Una indecible sed de Dios se apoderó de mí en aquella caminata. Miraba al cielo y al horizonte como queriendo encontrarle y abrazarme a Él para siempre. Era un anhelo como si quisiese nacer en ese mundo donde estaba el Señor. Yo no sabía orar; no sabía hablar con Dios en profundidad. Todo lo que había aprendido en el yoga eran simplemente técnicas de relajación y de meditación en sí mismo como para lograr un autodominio. Pero lo que yo necesitaba era ser amigo de, amar a, y ser amado por el Dios trascendental. Caminé mucho como balbuceando una especie de oración que se quería formar desde las vivencias de mis anhelos. En Valparaíso estuve entre un grupo de universitarios de tendencia socialista y fui con ellos a los barrios pobres de Viña del Mar para colaborar en la construcción de viviendas de madera patrocinada por el gobierno y con el trabajo voluntario de los estudiantes. Mi recuerdo se confunde ahora y no sé si era en Antofagasta o en Valparaíso donde me hospedé en la universidad Santa María y donde acontecieron aquellas conversaciones que narré como ocurridas en Antofagasta, lo cual me parece más probable. Recuerdo bien los acontecimientos, pero mi memoria se confunde en cuanto al lugar. De Valparaíso y Viña del Mar pasé a la ciudad de los Andes rumbo al túnel de Caracoles en la frontera con Argentina. Al llegar a los Andes busqué en el pueblo una casa cural y pedí hospedaje allí hasta el día siguiente. El párroco me permitió dormir sobre una larga silla en el despacho. Esa noche aconteció algo significativo. Desperté y era como si algo bullera dentro de mí. Era un deseo de hacer carteles con versículos bíblicos y colocarlos en los lugares públicos donde acontecía precisamente lo contrario de lo que estaba escrito en las Sagradas Escrituras. Pasé la noche como en una especie de semi-consciencia considerando esta idea. Me propuse llevarla a cabo tan pronto tuviera la oportunidad. Al día siguiente partí rumbo hacia la Argentina, pero la nieve había bloqueado el camino a la frontera. Con unos raidistas europeos que encontré en ese camino, nos aventuramos un poco por la nieve, pero vimos que no sería posible continuar. La nieve había bloqueado la frontera y era necesario devolverse. Entonces con Titus Zowhtendiz, un holandés de Surinam, regresé a los Andes y de allí a la ruta panamericana rumbo a Antofagasta de nuevo. Allí tomaríamos tren hacia la ciudad de Salta en el norte de Argentina. Era la única forma en esos momentos de cruzar al vecino país. Era nuevo el aprender que no siempre podemos continuar adelante como queremos, sino que algunas veces, a nuestro pesar, había que volverse a donde no habíamos pensado regresar. No están en nuestras manos todas las determinaciones acerca de nuestra vida. Años después vi que este retorno fue la mano de Dios para que acontecieran cosas importantes que sin él no hubiesen podido darse. Largas horas esperamos con Titus al lado del camino para que alguien nos trajera. Una noche tuvimos que dormir sentados a la mesa de un bar restaurante en una estación gasolinera. Titus viajó primero, yo después. Subí de nuevo por la misma ruta por donde había bajado serpenteando por el desierto del Atacama. Cuando subía por donde había bajado, medité mucho en eso. No era por mi voluntad que estaba regresando, pero allí estaba de nuevo de vuelta en dirección contraria a mi voluntad por aquellos parajes por donde me había parecido en la bajada que sólo habría de cruzar una sola vez para siempre. Todo esto me hizo pensar mucho. Otro auto me recogió, pero en un momento del camino de regreso, desvió de la ruta panamericana y se internó hacia una localidad minera metida en el desierto. Su nombre era Pueblo Hundido. Llegué a aquel lugar y era silencioso. Parecía uno de esos pueblos que aparecen en las películas del Oeste. A no ser por la novedad de conocer un nuevo lugar, en cuanto al afán del regreso me pareció un trecho inútil. Tuve que devolverme también desde allí hacia la ruta panamericana de nuevo, pues aquel pueblo era como un callejón sin salida en el desierto. Salí de Pueblo Hundido hacia el cruce en el desierto de la ruta panamericana. Caminé a lo largo por en medio del desierto hasta encontrar agua en una solitaria estación gasolinera a donde se traía en tanques. Áridos kilómetros de vuelta, paso a paso, me daban que pensar. Dios es soberano por encima de nuestra voluntad. Hoy lo agradezco. Al llegar a Copiapó volví a casa de Margarita y Josefina. Me dijo Margarita, llena de abnegado amor cristiano, que se alegraba de verme de nuevo. Estuve unos días con ellos allí. Uno de los sacerdotes progresistas me contó que había tenido que dedicarse a la enseñanza en las escuelas, porque el trabajo en las minas le era muy duro ya que él no se había acostumbrado a esa clase de trabajo pesado. Me contaron cómo el pueblo no quería salir de su tradición religiosa, y quería que se les hiciese la misa, el bautismo, las procesiones como antes. Ellos preparaban veladas culturales con obras de teatro. Recuerdo haber asistido a dos: una llamada Silicosis en la que se personificaba la difícil vida del minero y la indigna e injusta condición en que se les hacía vivir. La otra trataba sobre una doméstica que era tratada como esclava por los amos de la casa. Con esas veladas culturales ellos querían concientizar al pueblo. Me confesaba sin embargo el sacerdote que el pueblo estaba muy apegado a su tradición. Recuerdo un gesto que me impresionó mucho de uno de los sacerdotes, de nombre Antonio, de mirada inteligente y humanitaria, al parecer el líder del grupo. Me regaló un par de medias. No me impresionaron las medias, sino eso que vi en sus ojos que motivó su gesto. A lo largo del viaje, con distintas personas cristianas, de distintas tendencias dentro del cristianismo, fue esa expresión de los ojos en ciertos momentos, lo que me impresionaba y me hablaba de una dimensión oculta. No recuerdo sus palabras, pero tengo grabadas sus miradas, el destello de sus ojos. Josefina, la joven española, leyó mi novela “La gran fanadicción” que yo llevaba mecanografiada. Me comentó que le había ayudado a comprender más a los hombres y lo que ellos sentían en el amor. Era mi primera novela que había escrito en Bogotá basada en mi diario en tiempos de un enamoramiento. Entre ellos tuve la oportunidad de dar un recital de mis canciones y canciones de otros. Ellos parecían valorar las manifestaciones artísticas; ese algo noble del hombre. Sin embargo para mi faltaba un algo. Yo buscaba ese palo vertical de la cruz, esa dimensión sublime donde Dios y el hombre se funden. El hombre no es solo para los hombres, aunque eso tiene su lugar. El hombre es primordialmente para Dios. |
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