![]() |
||
LA FRONTERA La ciudad de Rivera queda en la frontera del Uruguay y el Brasil. Del lado del Brasil la ciudad se llama Santana de Livramento. Una avenida divide la ciudad en dos: al norte Livramento de Brasil y al sur Rivera del Uruguay. No existe ninguna traba para pasar de un lado al otro. Conocí dos jóvenes uruguayos que viajaban en raid y nos hicimos amigos durante la estadía en el lugar. Les testifiqué de Cristo. A veces, durante el dia, estábamos en el lado uruguayo; a la noche íbamos a dormir al lado brasilero bajo las graderías de un estadio. Puesto que les hablé de Cristo a los muchachos uruguayos, me indicaron un lugar donde se hacían reuniones. En la pared decía: Templo Evangélico. Asistimos a una reunión. Al llegar al templo nos sentamos en la banca de atrás a la derecha. Un coro cantaba hermosas canciones. El predicador habló luego de un recorrido que había hecho llevando la palabra y como traía saludos de los hermanos. Hablaba muy entusiasmado, y mientras hablaba, él y la congregación exclamaban: ¡gloria a Dios! ¡aleluya! Parecían muy contentos. Hablaba casi gritando, y como tenía micrófono, su voz retumbaba por todo el edificio hasta la calle. Cualquiera que pasara podía escuchar. Él hablaba valientemente dando a entender que no debemos avergonzarnos de confesar públicamente a Cristo. Hacia el final, en medio de los vivas y el entusiasmo con que la congregación respondía a sus declaraciones, entonces dijo que harían otro viaje, otro recorrido. Entonces noté en el rostro del predicador cierta duda, como si algo interior le dijera que no se entusiasmara tanto haciendo planes. El entusiasmo de la congregación decayó un poco también con cierta dubitación. Entonces el predicador dijo que tuvieran el asunto en oración para ver si era la voluntad de Dios. Terminó la reunión y la gente se despedía muy contenta saludándose unos a otros. Un hombre se acercó al predicador cuando este bajaba del púlpito y parece que le pidió oración. Entonces el predicador le abrazó como lleno de un gran amor y oró por él. Levantó los ojos al cielo y oró en otra lengua; me parecía una lengua oriental, hebreo, sánscrito o algo así. Yo veía en sus ojos un destello de júbilo celestial. Aquel incidente impactó mucho en mí; ese fulgor, ese abrazo, esa intercesión sobrenatural. Yo no recuerdo lo que cantaron, ni el sermón, pero aquel detalle al bajar el predicador del púlpito quedó como sellado en mi corazón. Me hizo recordar como sería que se amaban los apóstoles. Me parecía como si ese júbilo era por causa de una conexión interior con un mundo maravilloso e inefable que dejaba escapar sus destellos a través de las sonrisas limpias, los abrazos francos, las miradas encendidas, los gestos suaves y delicados. Lucían como si fuesen una hermandad fundida con la pasión de una misión importantísima y urgente, y era el vislumbre de ese mundo maravilloso, como velado en hombres y mujeres sencillos, lo que me cautivaba. Eran una fragancia del Cristo que yo tan ardientemente deseaba. Entonces un joven se nos acercó muy contento y amable. Me preguntó si éramos creyentes. Le dije que yo creía en Jesús Cristo y que les había estado hablando de Él a los otros dos muchachos. Se alegró y me dijo que continuara en ese camino. Entonces me preguntó si ya había sido bautizado y había recibido al Espíritu Santo. No supe que contestarle. Él me contó que había recibido el don de lenguas allí, y me indicó el lugar al frente de los asientos donde de rodillas había recibido gozoso tal experiencia. Aquella pregunta por el bautismo me dejó pensativo. Él me preguntó si quería bautizarme allí. Entonces le dije que tenía que meditarlo bien. Él me deseó que siguiera en las pisadas de Cristo. La verdad es que una de las razones por las cuales no me animé a bautizarme allí era porque creía que quedaría atrapado en alguna organización y yo no quería ser identificado con ninguna clase de secta particular. Sin embargo, la pregunta por mi bautismo me hizo reconsiderar aquellos pasajes donde Jesús mismo hablaba del bautismo. Entonces pensé que allí en Rivera yo estaba a la rivera de algo. La próxima ciudad era Livramento y más adelante debía pasar por Paso de los Libres en la frontera de Brasil y Argentina. Los nombres me parecieron curiosos y significativos. Tomé conciencia de que eran una perfecta analogía en señal de mis etapas espirituales. Rivera, Livramento, Paso de los Libres, Asunción. Ese era el recorrido exterior e interior que yo tenía por delante, tanto en el mapa de la tierra como en el del cielo. Cuando hice ese recorrido, fue muy vívida en mí la conciencia de estar caminando paso a paso por un sendero trascendental. Tenía que dar el paso de los libres para llegar a Asunción. Al salir de Rivera y Livramento me despedí de los jóvenes uruguayos a quienes impresionaron los cánticos congregacionales, y viajé a Quaía en Brasil y de allí a Uruguayana, ciudad del sur en el estado Rio Grande do Sul, rumbo a Paso de los Libres. De Brasil, pues, crucé la frontera hacia la Argentina en las provincias de Coorientes y Misiones y continué rumbo a Posadas. En el trayecto por la provincia de Misiones me fue difícil la situación económica. Había días en que tan sólo comía migajas de galletitas de soda con azúcar, lo cual me había quedado en el fondo de una bolsa de plástico donde había traído las provisiones que me habían regalado al salir de Gualeguaychú. Una noche cometí una equivocación. Al pasar por las afueras de una de las poblaciones de aquella zona, sin tener que comer y donde dormir, vi una especie de villa de vacaciones, solitaria y sin nadie. En el jardín se veían plantas de mandarinas y limones. No había nadie en la quinta; seguramente era un chalet de fin de semana de alguna familia adinerada. Entonces, como un ladrón cualquiera, violé la cerca de alambres y eucaliptos y me dirigí hacia las plantas de mandarinas y limones y me robé varios. Luego me dirigí hacia el chalet y lo recorrí alrededor para ver si podía entrar por algún lugar. Pero como estaba cerrado, entonces me acomodé en un corredor de afuera detrás de unos parapetos y me acosté a dormir. Para mi sorpresa, pasada ya la medianoche, llegaron a la quinta en dos coches de lujo unas personas. Me desperté sobresaltado detrás de los parapetos en el corredor y me quedé silencioso para ver qué sucedería. No sabía qué hacer, si hacerme el dormido o qué. Los autos cruzaron la verja de entrada y anduvieron bajo la arboleda que hacía de entrada hacia la casa; pero no sé por qué se detuvieron allí. ¿Me habría visto alguien entrar allí y les había dado aviso? ¿Venían ahora para saber qué pasaba y para prenderme? Me quedé inmóvil detrás de los parapetos como si estuviera durmiendo, pero estaba bien despierto. Escuché que abrieron las puertas de los autos y hablaban entre sí. Parecían jóvenes. No entendí exactamente lo que hablaban, pero noté que su ambiente era festivo, de risas, y entonces supuse que todavía no sabían nada de mí. Pero ¿qué dirían cuando me encontraran allí? Dios me estaba dando una lección. ¿Para qué me metí en este lío? Sin embargo, extrañamente, a mismo medio camino ellos decidieron devolverse no sé si para seguir su programa en otra parte o qué. El Señor tuvo misericordia de mí y me guardó a pesar de mi equivocación. Cuando quise probar las mandarinas, para mi desilusión, eran agrias, puestas tan sólo de adorno en el jardín. Las mandarinas robadas no son dulces; son agrias. Entonces comí mandarinas agrias, migajas de galletitas de soda y azúcar. No obstante, algo sucedió. La providencia de Dios había hecho que en Fray Bentos yo guardara en un bolsillo unos pesos uruguayos de los cuales ya me había olvidado. Cuál fue mi sorpresa al meter la mano en el bolsillo izquierdo de mi saco. Estaban allí aquellos pesos olvidados. Me alegré tanto, pues ya se me acababan las provisiones. Entonces, para completar el milagro, apareció en el camino un raidista brasileño que viajaba a Buenos Aires y pensaba pasar a Montevideo. Este me cambió los pesos uruguayos por moneda argentina y así pude desenvolverme hasta la ciudad de Posadas donde compré mi pasaje en lancha y crucé el rio Paraná rumbo a Encarnación en Paraguay. Al entrar a este nuevo país el 1º de octubre de 1971, habiendo orado mucho en los caminos de Misiones para hallar aquel cuerpo que yo buscaba, en Encarnación cambié los pesos argentinos que me quedaban. A cambio me dieron 40 guaraníes, moneda paraguaya. Yo pensaba que eso era suficiente para atravesar el Paraguay rumbo de nuevo al Brasil, y de allí seguiría al África, andando hasta que Dios me ubicara. Vivía en una contínua expectativa de Dios. Al pasar por una de las calles de la ciudad de Encarnación, vi en un restaurante que vendían jugo de frutillas a 25 guaraníes. Yo malentendí que serían 25 centavos de guaraní, y pensé que con mis 40 guaraníes ya me llevaría bien. Pero al llegar la hora de pagar la cuenta, desengañado me di cuenta que el costo era de 25 guaraníes y no de 25 centavos de guaraní como yo lo había imaginado. Así que me quedé con solo 15 guaraníes, casi la décima parte de un dolar. Entonces me dirigí a una iglesia adventista para buscar hospedaje mientras pasaba hacia Asunción. Pero el pastor estaba ocupado en una escuela. Entonces pasé a la catedral de Encarnación y hablé con el párroco de allí. Él me permitió dormir en una de las dependencias de la casa cural. De mañana me invitaba a desayunar. De día, dos jovencitos con quienes charlaba me traían alimentos de su casa y tunas del jardín, deliciosa fruta con espinillas. Las tunas regaladas eran más dulces que las mandarinas agrias robadas, sin embargo tenían espinillas. Las mejores frutas son las conseguidas con el trabajo digno. No son ni agrias, ni tienen espinillas; satisfacen más. Después del largo viaje en busca de la libertad, me empezaba a molestar tener que depender de los demás. No obstante, las circunstancias y la crisis de la intensa búsqueda de lo espiritual me hacían depender sobremanera de la ayuda ajena. Cuando las circunstancias eran difíciles, veía cuán fácil era verse casi obligado a la tentación de conseguir ilegítimamente lo mínimo necesario. Otra cosa lamentable me aconteció en Encarnación. Esa vez el párroco no estaba en la casa cural, y sobre la mesa estaba un pedazo de pan que había sobrado. Yo tenía hambre y no sabía a quién decírselo, excepto al mismo Dios a quien no se lo dije. Entonces tomé el pan de la mesa y lo comí. Dos años después mi conciencia me hizo devolver aquel pan cuando estuve de nuevo en Encarnación y pude visitar la casa cural donde vivía ahora otro sacerdote, al cual le expliqué lo de la situación pasada. Le pedí disculpas y le devolví el pan. ¡Ojalá me fuera posible restituir todo lo agraviado! Más o menos 4 o 5 días después de estar en Encarnación esa primera vez, partí en raid rumbo a Asunción la capital. Mi intención era seguir de paso al Brasil, pero quería conocer Asunción; además debía retirar en la embajada colombiana las cartas llegadas a mi nombre. Un belga me llevó hasta Carmen del Paraná y de allí un joven en un jeep recién recibido me trajo hasta Asunción. Antes de llegar a la ciudad me preguntó a qué dirección iba yo a llegar. Le dije que no conocía ninguna y si por si acaso él no conocía alguna casa de beneficencia donde pudiera pernoctar de paso algunas noches. Entonces me llevó a la Misión de Amistad de la denominación Discípulos de Cristo. Allí el director, don Víctor Vaca, me dijo que podía ocupar la pieza de huéspedes, al fondo de uno de los edificios, hasta el lunes próximo. Ese día era sábado. En aquella pieza de huéspedes, el domingo 10 de octubre del año 1971, me encontré con Jesús Cristo. Me es inolvidable. |
![]() |