SALIENDO DE LA TELARAÑA

 

 

Un hombre nos recogió en su jeep a Benigno y a mí y nos llevó hasta la ciudad de Neiva, capital del departamento del Huila, en Colombia. En el pueblo de Subia, durante una parada, le dije a Benigno que nos recostáramos en la yerba para mirar al cielo y respirar el aire puro de la libertad. Mientras había estado en Bogotá había fantaseado con mis sueños acerca de esa mística libertad en cuanto preparábamos el viaje; y ahora que recién comenzaba estaba muy apurado por sentirme libre; era como si tratara de forzar una liberación. En verdad que ya habían quedado atrás mi ciudad, mi familia y mi gente, mis viejas actividades, y me suponía libre de ataduras. Quería llenar mis pulmones del aire puro de la libertad. Me extendí como safándome de las ligaduras y puesto de pie con los brazos en alto y las piernas abiertas miré a las estrellas y respiré profundamente diciendo: -soy libre, soy libre.

Ese era mi deseo. En mi interior me esforzaba por ser optimista ante mi futuro y un camino incierto que querían preocuparme. Yo había leído de Jesús que no nos afanáramos por la comida y el vestido; y fue esa confianza la que me fortaleció para arriesgarme a partir sin mayores seguridades económicas.

En esos momentos yo quería forzar mi libertad. Ahora estaba solo frente a todo y pensaba que podría hacer lo que quisiera, como lo quisiera y cuando lo quisiera, y que a nadie tendría que darle cuenta de mí. Confundía aún tal concepto con lo que pudiera ser la libertad. ¿No era acaso eso por lo que abogaba Sartre y el existencialismo, From y el psicoanálisis, y tantos otros esclavos del absurdo?


Pero, ¿cómo escapar de la naturaleza y de la estructura en la que estamos hechos? Realización perfecta dentro de los límites de nuestra condición de hombres, ¿no sería más bien una realística libertad relativa? relativa en virtud de la existencia de terceros. Pero aquella preconizada libertad absoluta y amoral, donde el hombre, sin haberse hecho a sí mismo, quiere sin embargo hacer consigo lo que quiere, ¿no es eso un absurdo? ¿acaso tiene el hombre vida en virtud de sí mismo? ¿acaso puede ser otra cosa que aquello que le fue concedido en su creación?  ¿Qué si se realizase moviéndose plenamente en el amplio ámbito del albedrío, mas sin ignorar voluntariamente y con furor el propósito por el que fue dado a luz? ¿No es una usurpación el pretender tomarse el derecho absoluto sobre sí mismo? pues en cuanto el hombre no posea vida propia de sí mismo y en sí mismo, por sí mismo autosustentado, ¿puede pretender acaso un derecho de autoposesión absoluta?

Mientras más forzaba mi liberación, más me enredaba en los lazos de mi propia y solitaria autoesclavitud, la del egoísmo. Era como una mosca pretendiendo escapar de la telaraña, y a mayor esfuerzo más enredado estaba. ¿No es la libertad más bien un don de gracia? ¿no es la libertad gracia de la misma manera como lo son la hombredad y la naturaleza? Y cuando nos asalta la muerte, ¿no descubrimos acaso que nos llaman y que no somos propios y que debemos devolver lo que nos fue prestado? ¿Acaso va el hombre a la muerte cuando quiere? y si se suicida, ¿acaso escoge una muerte en todo fabricada por el hombre? ¿No nos antecedió la muerte? ¿Somos realmente libres ante la muerte? Por más que me aferrase a mi mismo con las uñas y las garras, aún así sería arrebatado de mi mismo hacia la muerte y sería desligado de mis propias fibras y llevado a donde no quisiera ir. ¿En qué quedaría mi delirante voluntad de superhombre cuando viniesen a llevarme? ¿cerraré voluntariamente los ojos ante la sentencia de muerte que pesa sobre el hombre y a la que sí es absolutamente perentorio resignarse, aún en el rostro de la mentira fatal de la serpiente?


Aquel que nos sentencia es nuestro Dueño. La caricia compasiva del humanismo ¿no esconde acaso su resignación secreta? La rebeldía del humanismo da coces contra el aguijón. La psicología moderna se ha puesto de rodillas y por lo menos reza esta oración: -¡acéptate a ti mismo! ¡acéptate!  Mas, ¿qué significa este intento de consuelo? Fui descubriendo que no es otra cosa que tener que confesar: -Señor, a mi pesar, no puedo escaparme de mi mismo, ni de mi monstruosidad ante Ti; no puedo escaparme de Ti! Bien, pasamos de Subia y sin detener­nos más por el camino llegamos Benigno y yo hasta la ciudad de Neiva. Descendimos desde la fría cordillera de los Andes al caluroso valle del Magdalena; como si fuese desde la filosofía a la realidad de la calle.  En Neiva no teníamos Benigno y yo donde dormir esa noche. ¿A dónde dirigirnos? ¿no sería más seguro acudir a las autoridades del lugar? Efectivamente nos dirigimos a la comisaria policial y presentándonos como transeúntes les solicitamos hospedaje. Los policías no encontra­ron mejor forma de hospedarnos que a la intemperie en el patio de los presos.  Pasamos la noche con los prisioneros en el patio de la cárcel. Claro está que los policías dejarían nuestro equipaje con ellos y nos lo cuidarían.

Esa noche aconteció el normal cambio de guardia, y al otro día, cuando habíamos de salir, había desaparecido mi cantimplora de mi equipaje que había quedado en manos de la policía. ¿Quienes eran entonces los ladrones?. Mientras habíamos estado conversando amigablemente con los presos esa noche en el patio de la cárcel, de entre nuestros amigos policías se habían robado mi elemento. A lado y lado de la misma reja vivían policías y delicuentes, hombres muy parecidos. Yo había soñado con mi cantimplora. Era nueva y tan bonita y útil a mis ojos cuando la compré en preparación para el viaje.  Este fue el estreno en tierra calurosa.

Yo había querido liberarme de las ataduras de mi gente, de mis seres queridos; pero había corrido para internarme en la maraña de gentes extrañas a las que no podía eludir. Estas gentes no eran precisamente las mías, pero era el hombre y yo era también el hombre y estaba entre los hombres. ¿Cómo habrían los extraños dar amor a un desconocido? yo era un hippie rebelde de cabellos largos, ambulante y vagabundo, digno de toda sospecha, mirado de reojo y ridiculizado por aquellos mismos a los que también yo miraba de reojo y ridiculizaba.  Simplemente hubimos de salir Benigno y yo, no sólo de la cárcel, sino también de la ciudad, y ubicarnos en las afueras a orillas del río Magdalena. Si en la misma comisaría policial se habían robado mi cantimplora, ¿cómo confiar de allí en adelante en tales parajes?

Después de comentarlo, nos sentamos a orillas del Magdalena a practicar ejercicios de yoga para relajarnos y reposar. Pero ¿cómo reposar si apenas llevábamos un día de viaje? apenas habíamos avanzado cientos de kilómetros, pero mientras más se devoran las distancias, más se achica el mundo, y mientras más lejos nos vamos, más cerca nos parece el lugar de donde habíamos partido. ¿Para qué reposar entonces tan pronto? era necesario avanzar y avanzar más porque estábamos aún muy cerca del punto de partida.


Yo había salido para buscar la paz y la libertad, pero las confundía aún con el reposo de las circunstancias. ¿Cómo reposar si a la paz había que buscarla? y ¿cómo ser libres estando tan atados a lo que esclaviza convirtiendo en tierra de esclavitud a aquella de la queremos libertarnos?  ¿Y si amase desinteresadamente, no estaría libre y en paz en cualquier lugar? Pero yo era esclavo de la libertad y quería avanzar y avanzar más, sin reposo ni paz, como un siervo del camino.

Entonces llegamos a la ciudad de Popayán, capital del departamen­to del Cauca, en Colombia. Esa noche dormimos incómodamente en una garita al lado de la vía férrea.  Como la garita era estrecha, uno durmió sobre la banca y otro en el piso atravesado en diagonal. Ninguno de los dos podía estirarse.  Entonces, al amanecer el dia, Benigno se devolvió para su casa en Bogotá.  Yo partí rumbo más hacia el sur, hacia la ciudad de Pasto, capital del departamento de Nariño, en Colombia. Yo no quería regresar.

Tenía que avanzar y avanzar. Todo el mundo estaba delante de mí. No podía detenerme. Mi ambición era recorrer el mundo entero. Tal ambición me hacía despreciar lo poco del camino avanzado. Ante tal ambición no podía disfrutar de lo corto del recorrido. ¿Cómo podría detenerme a disfrutar mientras me faltara tanto? ¿era por la falta por lo que no disfrutaba? ¿o era por no disfrutar que me faltaba? La vergüenza del poco recorrido alejaba lo que quería cerca, y el amor por lo lejano me acercaba la vergüenza. Pero de todas maneras la vergüen­za era la salud de la búsqueda.

En la ruta a la ciudad de Pasto encontré a dos argentinos raidistas que ya habían recorrido Sudamérica y volvían a su patria en el extremo sur. Yo les mentí. Para parecer más recorrido les dije que era italiano, y a la verdad también lo soy por derecho de consanguinidad, pero además les dije que hacía dos años había salido de Europa y que llevaba recorridos muchos países.  Pero era mentira; ni siquiera había salido de Colombia. La imagen que yo quería brindar de mi mismo me exigía demasiado. Mentí tontamente. Cualquiera podría darse cuenta de que yo era un colombiano con el puro acento de  Bogotá. Ellos me lo hicieron saber, pero yo continué con mi mentira por bastante tiempo. En cuanto me sintiera cerca del punto de partida, aparentaría figurar como si fuese mayor mi recorrido. Pero el que verdaderamente es recorrido aparece cercano y familiar.


¿Dónde estabas libertad cuando la imagen de mi mismo me tenía atrapado? Sobre mí se había impuesto una ambición de figurar muy exigente, pienso, desde mi temprana edad, además de haber nacido de Adam. Cuando estaba en el colegio Salesiano estudiando secundaria, recuerdo que mi complejo de inferioridad se trocó cuando el sacerdote prefecto disciplinario del colegio me informó que el resultado del test psicológico había revelado en mí un elevado cociente de inteligencia. Desde aquella información me sentí inteligente. Otro sacerdote psicólogo me había dicho en la entrevista que yo era un niño lo mismo que los demás; pero yo sospeché que esa aclaración la hacía justamente para que yo no me sintiera diferente. Así que me seguí sintiendo diferente, inteligente y como necesitado de ser distinto. De esa manera, pues, he sido uno más de los demás.

En la primaria había sido un buen alumno, y la profesora de segundo me exhibía entre los de tercero. Luego el profesor de tercero quiso pasarme a quinto, saltándome el cuarto, pero mamá no quiso para que no quedaran lagunas en mi educación. Mucho he tardado en comenzar a aprender que la libertad comienza por librarse del yugo de un sí mismo inaceptado y a la vez idolatrado. ¿Cómo siquiera sospe­char en aquel tiempo quién sería el que me habría de librar de mi altísima exigencia por figuración, la cual debía ser siempre de tipo especial, y además figuración aceptada por los demás, aunque yo mismo no me aceptara, pero al mismo tiempo, como dije, me idolatra­ra?

Había comenzado deseando ser libre haciéndome egoístamente dueño de mi mismo y para mi mismo; pero cuando luchando contra valores establecidos me imaginé mío, entonces me asaltó la irresistible pregunta: ¿Y mío para qué? ¿qué hago yo conmigo mismo?  El absurdo de mi existencia me llevaba a descubrir que aquella cacareada libertad no era tal sino la esclavitud a una existencia sin sentido que pesaba sobre mí sin haberla escogido.


Erich From había intentado salir del atolladero tomando prestado del judeocristianismo el ideal del amor, pero eludiendo de él las implicaciones metafísicas. Había que doblegarse ante el amor, a diferencia de Niezsche, pero manteniendo la separación, por increduli­dad y/o rebelión, del Estructurador del Amor.  Pero qué sospechosa, voluble y superficial, apenas circunstancial, resulta tal moral huérfana y caótica que no ama al más digno de ser amado. Con qué facilidad se manipularía el concepto de amor y qué clase de amor resultaría del acomodo continuo de los intereses propios, si no se reconoce al amor en la revelación de Dios. Si no se reconoce la implicación metafísica y eterna del amor, se pierde la esencia misma de éste. ¿De dónde sostendría el hombre su ideal? ¿acaso de la conveniencia pasajera? pues he allí que la conveniencia pasajera es la enemiga misma del amor. El verdadero amor es la Cruz. ¿Se sustentará el amor de su propia necesidad? El hombre necesita más que un conveniente amor estratégico-social que le haga más llevadera la vida en este mundo. La necesidad es más profunda, la necesidad es metafísica. El hombre necesita ser amado eternamente y para la eternidad. La historia religiosa del hombre demuestra esa necesidad. Yo no puedo contentar­me con un optimismo meramente terrenal. Mi dignidad demanda la eternidad, el amor eterno, la gloria eterna. El optimismo huérfano no sería más que la careta sonriente del melancólico payaso. La realidad de la muerte, del dolor y del mal, no es motivo suficiente para la resignación. El hombre necesita un Salvador que sea divino y a la vez humano, no simplemente un psiquiatra resignado. Necesitamos al Cristo resucitado al cual debemos agradecer el haber irrumpido en la historia de los hombres. ¿Por qué se molestan algunos con esta historia? ¿y por qué traicionan el verdadero amor? Estemos agradeci­dos por esta historia que abrió las puertas de la esperanza y del sentido metafísico y eterno del hombre.

Pero mientras yo estaba en la ciudad de Pasto con los dos argentinos raidistas, mentía para presentar una imagen aceptable; hacía lucir las cosas de manera que resultasen favorables a mi figura delante de los demás. No obstante, mi deshonestidad me rebajaba a mis propios ojos. ¿Para qué seguir engañándome más a mi mismo?

Durante un tiempo, todavía en Bogotá antes del viaje, yo había llegado a pensar en ser totalmente honesto y sincero, decir las cosas como son y explicar abiertamente los motivos de mis actitudes. Pensaba yo que con tal actitud podría justificar y demostrar comprensibles todas mis actitudes. No obstante, mi sincera búsqueda de la honestidad y de la misma sinceridad chocaba con vergüenzas y ensueños; y vencer tales reservas era como emprender una lucha contra la naturaleza. ¡Qué fácil era cansarse, descuidarse y encontrarse de nuevo fingiendo! Gobernar yo solo este asunto de mi verdadera identidad me parecía una lucha titánica. Con pocas fuerzas hacer frente a demandas perfectísimas, me hacía sospechar de la imposibilidad de la empresa. Era la empresa de mi propia identidad.  Anhelaba lo más perfecto, pero descubría lo contrario; y no sólo yo lo descubría, sino que mis fracasos eran claramente notorios a los demás.


  ¿Qué seguir haciendo? por lo pronto, en este viaje ahora, seguir caminando.  En la ciudad de Pasto fuimos a la plaza central; nos sentamos allí en el suelo, recostamos las mochilas y empezamos a cantar. La gente comenzó a rodearnos. Los argentinos hicieron un letrero que decía: "Estudiantes Argentinos Raidistas" y colocaron cerca del letrero una cajita y seguimos cantando. La gente voluntaria ofrendaba de su dinero en la cajita, con lo cual pudimos continuar el viaje. Con ellos viajé hasta Quito, la capital del Ecuador.

Al cruzar la frontera entre Colombia y Ecuador sobre el puente de Rumichaca, tuve que pagar un impuesto de $500. Entonces usé lo que papá me había regalado. Mi dinero quedó reducido a $300. Con eso salí de Colombia el 7 de abril de 1971. Cruzamos la frontera al atardecer y fuimos a unos baños termales cerca de la frontera. Nos bañamos allí y después de comer queso y sardinas dormimos en los alrededores de los termales.

Al día siguiente continuamos a Tulcán, después a Ibarra y así hasta Quito. Había comenzado para mí el entusiasmo de conocer otro país. Otro detalle, sin embargo, minaba mi dignidad interior. Los dos muchachos argentinos que ya regresaban a su patria tenían la costum­bre de pedir dinero a la gente en la calle para ayudarse a continuar el viaje. Tuve mis reservas, pero si quería seguir en su compañía tenía que compartir la tarea de "retacar". Esa clase de dependencia se fue haciendo entonces cada vez más molesta.

Una vez llegados a Quito fuimos a comer a un restaurante. Mientras estábamos allí, los dos argentinos se las arreglaron para deshacerse de mí y en aquel restaurante desaparecieron de mi  vista con una excusa y no los volví a ver.

En Quito conocí a otro joven colombiano que me llevó a su pensión y me presentó a otro argentino radicado en Ecuador y que era el director de un programa de arte moderno en la televisión. Yo componía canciones y llevaba mi guitarra. También llevaba conmigo una carpeta con mi colección de cuentos cortos que  me había publicado el diario La República de Bogotá. Concertada una entrevista, me presenté en un canal de televisión a través del programa de arte moderno. Respondí a las preguntas premeditadas durante la entrevista y canté dos canciones de mi cosecha. Entonces me invitaron de otro canal de televisión para presentarme también allí. Parecía que en Quito se me abría la puerta para entregarme al arte de mis canciones. Podría haberme detenido en Quito y haber tomado ese nuevo rumbo que se abría delante de mí con tentadoras posibilidades. Pero mis inquietudes de recorrer el mundo y de continuar el sentido de mi viaje no me permitieron asentarme tan pronto apenas recién salido. Decidí seguir mi correría. En aquel día debía asistir a una entrevista con el otro canal para ultimar los detalles de la presentación, pero no asistí a la cita. Salí a las afueras de la ciudad de Quito y tomé rumbo a la ciudad de Latacunga.


Quito había representado la tentación de un desvío en el camino. Aquel director de arte moderno era homosexual. Una vez en su apartamento, a donde fui para tratar del programa de televisión, mientras yo estaba distraído, él desfachatadamente se colocó de espaldas frente a mi y me tomó de los brazos haciendome rodearle con ellos. Me resistí. Entonces quiso convencerme con su filosofía. Se sentó en su escritorio y comenzó a hablar tenebrosos disparates. Agradezco a Dios que me libró de tal influencia y pude negarme y contradecirle. Si me hubiera quedado en Quito en el ambiente artístico, hubiera tenido que compartir con esa clase de gente.

En el viaje a Latacunga fui solo, pero todavía llevaba conmigo mi figuración.  Un buen hombre me recogió en su coche y me habló de la hospitalidad de su tierra, me invitó a tomar helado en el camino y charlamos durante el viaje.  Yo seguí mintiendo como a los argentinos, e incluso fingiendo el acento. El hombre se mostró muy amable, como quien pinta a los turistas las excelencias de su terruño.


A lo largo de todo mi viaje posterior fui descubriendo esa actitud típica de muchas personas para con los extranjeros. Fui notando que los hombres somos muy parecidos a pesar de la diferencia de nación y de costumbres. Y es que antes de pertenecer a una nación, pertenecemos a la humanidad; y ese rasgo humano nos identifica a pesar de las diferencias folclóricas. Aunque varían las costumbres, los paisajes y las circunstancias, con todo, se destila un parecido en los hombres que nos hace definitivamente hermanos. Sin embargo, noté también que cada cual se identifica más con lo suyo, lo nacional, lo accidental, que con lo genérico de la raza humana. Así resulta cada pueblo contando las exquisiteces de su particularidad, discriminando al resto de sus hermanos parecidos nacidos un poco más allá de la móvil frontera, hecha frontera por el pensamiento. Si varios pueblos habían participado en una guerra, cada parte contaba la historia en forma favorable para su nación y sus héroes. Cada país decía haber sido suyo el territorio. Pero cruzando la frontera cambiaba la historia aunque se tratase del mismo episodio. La guerra había sido la misma, pero otros los héroes, otra la interpretación. ¡Oh, nuestra esclavitud humana bajo la figuración! ¡cuán inaccesible parece la ruta de la honestidad! El temor de no ser aceptados nos juega una mala pasada. Entonces comenzarían a resaltar en mí las razones de Jesús que dijo: "¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?"[1]  Ante el Dios vivo no podemos figurar. Se me hacía necesario aprender esto; entonces la libertad se acercaría a mis puertas. Para ser libre debo ser honesto, pero también debo recibir el perdón.

Ahora hacía horas que esperaba en las afueras de la ciudad de Latacunga por un vehículo que me adelantara un poco más allá; pero ya atardecía. Entonces un niño se acercó a mí y me dijo que de su casa me estaban invitando. Me levanté y fui con él. Sus familiares me habían visto allí durante todo ese tiempo y entonces me hicieron llamar para prestarme sus servicios. Me invitaron a comer, me permitieron bañarme y nos pusimos a charlar. Eran la familia Orellana de las afueras de Latacunga y que pertenecían a los a sí llamados testigos de Jehová. Me invitaron a quedarme con ellos por algunos días. Lo hice. Fui a sus reuniones en el llamado salón del reino. Mi interés por la Biblia fue entonces abonado en aquella parada.  Estuve cerca de una semana compartiendo con aquella familia.

Entonces encontré en la ciudad a dos raidistas, uno uruguayo y el otro paraguayo, con los cuales seguí viaje hasta la ciudad de Riobamba. La ciudad estaba de carnavales. Por la noche nos encontramos con un hombre que estaba borracho, el cual nos llevó a pasar la noche en casa de sus parientes.  Estos, con mucha hospitalidad, se levantaron y nos atendieron. Dormimos allí y aquel hombre viajó al otro día dejándonos en casa de sus parientes. Era la familia Oñate Navarrete de Riobamba.  Esta familia nos atendió muy bien y nos invitaron a pasar unos días con ellos durante el carnaval. Entonces me presenté en dos emisoras radiales cantando y dedicando las canciones a la querida familia que nos hospedaba. También con el paraguayo hicimos una presentación artística en un escenario del carnaval. Así obtuvimos algún dinero.

Pasada la semana decidí continuar viaje solo hacia la ciudad de Guayaquil.  Entonces, como recuerdo, en aquella despedida con los Oñate Navarrete, yo les dejé mi guitarra y ellos me dieron la suya; también les dejé mi Biblia de la versión Watchtower, y ellos me dieron autografiada la de ellos de la versión Reina-Valera del '60. Yo no sabía que sin proponérmelo yo, Dios me estaba cambiando la versión justo a partir del momento en que la Biblia sería mi principal compañera.

En Guayaquil busqué la dirección de un raidista ecuatoriano que yo no conocía, pero que por ser caminante quizá me ayudaría. Lo encontré y posé en su casa por unos días en los cuales tuve también la oportuni­dad de presentarme en otro canal de televisión donde canté una canción que había compuesto recientemente: país de Dios:


Cada día encontraré

un lugar tranquilo

donde pueda descansar del viaje.

Cada día encontraré un hogar

que me haga sentir

en mi tierra natal.

¡Oh, ¿por qué habría de temer partir

si todo el mundo es bello para mi?

Ahora quiero recorrer

todo el país de Dios.

Canté esta canción en la televisión de Guayaquil, y el director del programa preguntó a la audiencia, pues era un programa en vivo, qué preferían: si quedarse con su sociedad, o salir a vivir como yo. La juventud le contestó desde la platea que preferiría salir como yo. Me preguntó entonces que por qué yo abandonaba la sociedad. Le dije que estaba podrida.

Terminado el programa recibí algún dinero y entonces me dirigí hacia la frontera con el Perú, Huaquillas-Aguas Verdes. Con la documentación lista pasé hacia Túmbez en el Perú. El paisaje cambió. El verdor de las praderas se tornó un desierto de arena a orillas del océano Pacífico. La ruta panamericana sería mi hogar por algún tiempo. Después de haber dormido en Túmbez sobre el sofá médico de un consultorio, comencé a devorar kilómetros a través del desierto bordeando el Pacífico. Dormía a veces  viajando en camiones. El paisaje era nuevo y hermosísimo para mi: arena y mar y la intermina­ble ruta que pasa por Piura, Chiclayo, Trujillo, Chimbote.


Durante esta parte del viaje perdí gran parte de mis documentos de identidad. Sería quizás una señal de que mi vieja identidad comenzaría a cambiar. Había perdido parte de mis documentos y el paisaje había cambiado. Ahora viajaba solo a través del desierto hermoso y desolado. Ya no leía tanto como en Colombia. El intelectualismo había perdido su caldo de cultivo. Cuando estaba en Bogotá estaba sumergido en un bosque de lecturas, música, cine, arte, literatura. Me sentía mal si algún día no escribía algo, o componía alguna canción, o leía algo, u observaba alguna película o exposición. Había estado aturdido entre el ramaje de cientos de árboles de diferentes formas que proyectaban diferentes sombras. Ahora en el desierto, todo aquello había terminado. Estaba en medio de la soledad de las playas peruanas, sin libros, ni cine, ni música,  ni exposiciones humanas de arte, porque sí de Dios en la naturaleza. Ni siquiera llevaba el diario de mi viaje. Comenzaba a cambiar. Con razón perdí mis documentos. Más adelante perdería el resto. Ahora estaba solo conmigo mismo alejado de aquellas influencias y de mis conocidos y de mis hábitos. Ahora estaba entre el cielo y el desierto a orillas del gran mar. ¡Qué inmenso arenal con sus bellas dunas formadas por el viento invisible! ¡qué bello mar de horizonte azul y libre de accidentados altibajos! ¡qué cielo sereno, sin lluvias, porque no llueve en el desierto del Perú!

Una mañana, en Chiclayo, después de haber dormido a la intempe­rie sobre la arena al lado de la pared de una casa, me levanté y alguien me vio en la calle.  Era un hombre que por aquellos días estudiaba con los a sí llamados testigos de Jehová a los que su esposa pertenecía. Se acercó y entabló conversación conmigo. Me invitó a desayunar en su casa y me pidió que me quedara con ellos unos días. Una noche, mientras dormía en su casa, tuve una pesadilla. Soñaba como si una telaraña oscura quisiera atraparme dentro de una gran oscuridad. Entonces comencé a clamar dormido: ¡enciendan la luz, enciendan la luz!. La dueña de la casa encendió la luz y vio que yo deliraba en sueños. Entonces desperté de aquella pesadilla.  Ella me dijo que puesto que yo me estaba interesando en las cosas de Dios, Satanás había venido a atacarme. Después dormí normalmente.

A mediodía ella invitó a almorzar a uno de los predicadores de su organización para que hablara conmigo. Pero en la charla no nos pudimos poner de acuerdo, porque yo decía que nosotros y Dios debíamos llegar a ser uno, como había dicho Jesús: "Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad".[2]  El predicador decía que esa unidad era en propósito, pero yo entendía que era una unidad vital, participando de la naturaleza divina. Le dije que si en mi experiencia de muerte clínica con hongos yo había llegado a pensar que me encontraba con Dios mismo, pues mucho más real y verdadera sería la unidad de la que hablaba Jesús, y no tan solamente una unidad o acuerdo de propósito. Vi en sus rostros la desilusión, pero me desearon que algún día encontrara la verdad. Claro que se referían a su punto de vista. Este asunto de la unidad con Dios era el verdadero llamado de mi vida. No sé como intuía que se trataba de un banquete eterno en el seno de la Deidad.


Recuerdo que cuando estaba en el colegio durante la primaria, y leía en el recreo los evangelios, aquel pasaje era el que más me impresiona­ba: "Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros".[3]  El clamor de mi alma no podía permitir que se diluyera ese anhelo de mi ser con interpretaciones exteriores no espirituales.

Entonces pasé a Chimbote. Allí, en este principalísimo puerto pesquero, intenté embarcarme por mar, pero no pude hacerlo. Dejé entonces Chimbote, y al pasar por Casma, vi las ruinas que aquel terrible terremoto había dejado recientemente en esa ciudad. Dos empresarios españoles me recogieron en su camioneta hasta Lima. Durante el camino probé con ellos por primera vez el ceviche de pescado crudo con limón, cebolla y ají.



[1]Juan 5:44

[2]Juan 5:23

[3]Juan 1:21

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