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VIENTOS FAVORABLES De Copiapó regresé a Antofagasta. Noté que mi recorrido por Chile había formado en mí un poco más de conciencia moral. Lo noté, pues, al llegar a Antofagasta conocí a otros jóvenes que viajaban como yo, y en ciertas ocasiones me vi compungido a compartir de los alimentos conseguidos por mí. Algo no me permitía escabullirme. El ideal cristiano se afianzaba más y más dentro de mi corazón. Esta vez para hospedarme fui a una casa de beneficencia donde vivían niños. El director del lugar me convidó una noche a salir con unos amigos a un bar de la ciudad llamado "El Bucanero"; pero allí resultó que estos eran homosexuales. Una vez más tuve que lidiar con esa clase de gente. ¡Y pensar que a su cargo estaban aquellos niños huérfanos o abandonados de aquella casa! El director me insistía que me acostase con él, pero yo le hablé de Jesús Cristo y el Señor me fortaleció de tal manera que aquel hombre tuvo que recapitular. Entonces me fui a dormir tranquilamente a otra pieza donde me encerré hasta la mañana siguiente y fui luego a comprar boleto en tren para la ciudad de Salta en Argentina. En la plaza de Antofagasta conocí a dos muchachos argentinos, Manolo y Sergio. Ellos pensaban viajar a Santiago y de allí pasar a Mendoza, pero al saber que la nieve había bloqueado la frontera, entonces pensaron regresar a Salta aunque no tenían dinero para el tren. Estuvimos hablando de Jesús Cristo y de la fe. Ellos aceptaron. Entonces les dije que por fe se animaran a comprar pasaje hasta la próxima estación, que Dios proveería para el resto del viaje. Creyeron y nos embarcamos rumbo a Salta. Y sucedió que a medida que avanzaba el tren y nos hacíamos amigos de la gente que subía en las próximas estaciones, fue posible conseguir el dinero suficiente, poco a poco, hasta completar el viaje. Llegamos a Salta a medianoche y me hospedé en la casa de Manolo. Allí conocí a su madre, doña Elvira Escudero de López, una mujer interesada en las cosas espirituales. Había estudiado con los a sí llamados testigos de Jehová, pero se había retirado de ellos debido a que les habían disciplinado porque su hija había ganado un concurso de belleza. Aunque ella desesperaba de la misericordia de Dios, no obstante, perseveraba en su interés por las cosas de Dios. Fue entonces que decidimos hacer algo para la gloria de Dios. Hablamos de que la unción de Dios nos enseña todas las cosas, tal como lo había escrito el apóstol Juan. Tratamos acerca de la perpetuidad de la misericordia de Dios. Para ese tiempo yo tomaba aquellos versículos que hablan de que la misericordia de Dios es para siempre, y con ellos pretendía decir que el infierno no era algo eterno. Si mi doctrina estaba equivocada, por lo menos sirvió para consolar a doña Elvira y para que ella volviera a tomar ánimo y creyendo en la misericordia de Dios volviese a seguir el camino del Señor. Si no volvía a aquella congregación, por lo menos tenía el consuelo de que la unción misma nos enseñaría todas las cosas. Así que entre nosotros mismos podríamos ponernos a hacer alguna cosa. Entonces les conté de mi deseo que había tenido aquella noche en Los Andes de escribir carteles con versículos bíblicos y colocarlos en aquellos lugares donde acontecía precisamente lo contrario de lo que estaba escrito. A ellos les gustó la idea. Entonces se compró papeles y crayolas en colores y nos dedicamos a escoger versículos y agruparlos por temas, haciendo carteles con ellos. Por la noche salíamos en la camioneta del padre de Sergio y colocábamos con engrudo tales carteles en las paredes. En forma humorística le llamamos a nuestro grupo "el comando Sofonías". En las paredes de los bancos colocábamos letreros como éste: "19No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde los ladrones minan y hurtan; 20sino haceos tesoros en el cielo".[1] A la entrada de las confiterías, donde iba la gente a comentar de su prójimo, colocábamos un cartel como este: "No juzguéis, y no seréis juzgados, porque con la misma medida con que medís se os volverá a medir".[2] En la casa arzobispal colocamos uno así: "El que dice que permanece en Cristo, debe andar como Él anduvo". Y así por el estilo. El "comando Sofonías" salía de noche a empapelar templos, comercios, paradas de ómnibus, etc. Durante el día estábamos en casa preparando los carteles, Muchos días me detuve en Salta. En ese tiempo yo tenía el cabello largo; entonces me hacía una trenza. Era un hippie místico. De Salta salimos Manolo, Sergio y yo a recorrer Argentina, pero en el camino a Tucumán, Manolo se embarcó en un vehículo y no pudimos encontrarnos. Sergio entonces se devolvió a Salta. Yo llegué a Córdoba y busqué la dirección de unos hippies. Estaban escuchando música de Pink Floyd. Hablamos de Dios, y uno de ellos me dijo que unos adventistas les visitaban, pero sostenían que el pueblo de Dios eran ellos exclusivamente. Yo pensaba que no podíamos excluir a otros creyentes y que el Espíritu Santo podía tratar con nosotros directamente sin necesidad de pertenecer a ninguna organización humana. Mientras hablábamos y sonaba la música, uno de los hippies tomó una jeringa y se inyectó en las venas. Los demás rehusamos todos y hablamos de dejar las drogas. El joven drogado entonces empezó a llorar bajo el efecto de la droga y nos dijo que nos veía llenos de luz y de amor. Éste me invitó a su casa a hospedarme. Fui con él, pero tuvimos que entrar en secreto a medianoche por la tapia del patio, porque el padre de este joven estaba enojado con él. Nos ubicamos en el suelo de la cocina. Pero, a la madrugada siguiente, cuando su padre se levantó temprano para ir a su trabajo, nos encontró durmiendo en el piso; entonces nos echó bruscamente y tuvimos que salir corriendo y saltar de nuevo la tapia del patio. El muchacho regresó luego a su casa cuando su padre ya se había ido y me dio mi pequeño equipaje que por el apuro de esa madrugada no pude sacar. Entonces tomé rumbo hacia Buenos Aires. En el camino me acerqué a un restaurante y pedí una ensalada. Luego salí de noche y me ubiqué a la intemperie entre unos matorrales. Mientras dormía, antes de amanecer comenzó a lloviznar, y tuve que levantarme y salir a la carretera donde encontré un acoplado de camión estacionado. Dormí allí debajo mientras el agua corría por los costados. Una camioneta me recogió y me llevó hasta Buenos Aires. Me encontré allí solo en esa ciudad monstruosa. Estaba escaso de dinero y por la ciudad caminaba pasando por junto a los edificios sin encontrar un lugar privado para poder descansar y meditar. El viaje se hacía duro. Conocía a alguien con quien entablaba amistad por unos días, pero entonces tenía que despedirme rumbo a ciudades desconocidas, sin dinero, sin gente amiga a donde llegar. Una tristeza me invadía cada vez que tenía que despedirme, y eso se repetía muchas veces de lugar en lugar. Junto a la tristeza se añadía la incertidumbre del futuro, aunque siempre había esperanza; pero ésta se obscurecía en los momentos difíciles. La dependencia de otros se volvía un hastío. Era entonces la hora para la fe. Yo creo que la mano de Dios me estaba guiando al lugar de seguridad. Hasta Buenos Aires yo era el dueño exclusivo de mi voluntad. Planeaba un rumbo y escogía el camino. Ciertamente había descubierto en Jesús Cristo al maestro, pero todavía no al Señor. Si Él era el Salvador, ¿cuál debía ser mi actitud? Ni siquiera sabía orar. Ya en Salta algún instinto me había enseñado la forma, pero no se lograba esa comunicación perfecta. Recuerdo que en algunas ocasiones en Salta nos encerrábamos en una pieza Manolo, Sergio, la "gringa" hermana de Manolo y yo, y cada uno se acomodaba en un lugar, y uno por uno nos concentrábamos en Dios y por turno hablábamos lo más sinceramente posible con Él en voz alta. Pero sucedía que cuando una especie de burbujeante alegría parecía contestarme desde las profundidades de las alturas en mi interior, yo me asustaba y paraba la oración. Me había animado a hablar, pero no estaba listo para escuchar directamente a Dios. La "gringa" se ponía a llorar. Comentábamos entre nosotros el curioso sentimiento que nos invadía en aquellas cuasi oraciones. Sí, yo sabía de un Dios Supremo, de un Dios Altísimo, de la Fuente Autoexistente de todo ser; sabía que Jesús Cristo era era un gran maestro, pero lo que anhelaba, pero de lo que no me había aún persuadido era que ese Dios Altísimo tan Santo y Sublime, estuviera dispuesto a hablar personalmente conmigo. Yo pensaba que ciertamente Él lo sabía todo y que bien podría yo elevarle alguna que otra petición y hablarle como hacia el cielo, pero lo que yo desconocía completamente era que Él estaba atento a mí personalmente y muy dispuesto, no sólo a contestarme desde lejos mis oraciones, sino también a hablarme intimísimamente y en forma muy particular y paternal. Sí, yo sabía que Dios era "El Padre", pero no conocía su comportamiento como tal para conmigo. Yo no sabía hasta qué punto Él estaba dispuesto a condescender para conmigo como para tomarse tiempo para arrullarme de tal manera tan personalmente. Buenos Aires fue entonces para mí una etapa importante preparatoria para ese gran encuentro. Conocí a un amigo, Jorge Laplaza, nacido en la misma fecha que yo, pero unos años antes. Este me llevó en su auto a una institución de beneficencia en Buenos Aires donde albergaban por quince días a aquellos que llegaban a la gran ciudad para buscar trabajo. Allí se nos daba desayuno y se nos despedía por la mañana para que saliéramos a buscar empleo. Allí me hospedé. A la noche venía para dormir. Uno de los beneficiarios de la institución, al saber que yo me interesaba en la Biblia, me dijo que había una iglesia adventista donde regalaban Biblias. Me dio la dirección y allá me fui para que me regalaran una y para ver cómo fuese esa gente que andaba con la Biblia tal como yo mismo había comenzado a hacerlo. Llegué a la salida de la reunión. Lloviznaba un poco. Yo observaba a la gente descender las escalinatas saliendo del salón. Quería mirar qué pudiera tener de especial esta gente que estudiaba la Biblia. Desde la intensidad de mis lecturas yo había deseado encontrar aquella iglesia que fuera como la primitiva de la cual yo leía en el Nuevo Testamento. Esa fue la razón que me hizo acercarme a observar el movimiento de los distintos grupos denominados cristianos y que profesaban como yo creer en la Biblia. Una vez en La Serena, Chile, yo me había acercado a pedir ayuda a una iglesia presbiteriana, pero el pastor me insultó. Yo pensé: ¿qué clase de pastor es este? Pero esta vez en Buenos Aires, sin embargo, a la salida de aquella reunión de adventistas, me fijé en un hombre de edad que me observaba con mirada inteligente y condescendiente. Mi aspecto de hippie no era el más apropiado para conseguir condescendencia; sin embargo este hombre, a quien yo veía despedirse de los demás con mucho afecto, con un rostro que expresaba bondad, me observaba. Seguramente vio que yo indagaba, entonces me llamó y me preguntó en que podía servirme. Le contesté que me habían dicho que allí regalaban Biblias y que yo quería una. Me dijo que en ese momento no tenían Biblias, pero que me daría una serie de unos estudios bíblicos que ellos publican en hojitas para los nuevos. Que los estudiara, me pidió. Su rostro me impresionó por su altruismo desinteresado. Estuvo también dispuesto a quitarse su impermeable y dármelo por causa de la llovizna, pero no acepté. Entonces me invitó a su casa. Era un médico. Cuando llegué a su casa una mañana a las ocho, me regaló un libro de Elena G. de White: "El Camino a Cristo", y una bolsita con alimentos, manzanas y otras cosas. Entonces salí de allí y me fui a buscar un lugar tranquilo donde pudiera estudiar aquellas hojitas de los adventistas. Aquel médico me dio la colección completa. Recorrí las calles de Buenos Aires buscando un lugar donde pudiera concentrarme. Me sentaba en parques, entraba en templos católicos desiertos que estaban abiertos durante el día para la devoción de los transeúntes. Recuerdo que una mañana entré a uno que quedaba sobre la avenida Rivadavia y había unas pocas personas arrodilladas. Yo entraba allí a leer la Biblia; entonces salió el sacerdote con los acólitos a dar la misa acostumbrada, y los pocos fieles esparcidos en el ancho templo repetían las respuestas aprendidas de memoria. Entonces, al observar esto, tuve la tentación de acercarme a un hombre que repetía sus letanías unas bancas más adelante de donde yo estaba sentado. Me fui a su lado y le mostré en la Biblia aquel pasaje donde Jesús dice que al orar no usáramos vanas repeticiones como si por nuestra palabrería íbamos a ser oídos. El hombre me miró asustado como si tratase de una aparición del demonio. Imagínese a un hippie melenudo en el templo interrumpiendo la atención de este oyente de la misa. El hombre se levantó entonces asustado como del demonio y se fue a colocar en la primera silla cerca del altar y repetía más fuertemente las respuestas convencionales, mientras me miraba de reojo aterrado. Verdaderamente me dio la impresión que él había pensado que se le había aparecido el mismo demonio. Me reí para mí mismo. Simplemente había querido mostrarle un versículo de la Biblia para que él pudiera acercarse mejor a Dios. Yo recorría la ciudad buscando lugares donde meditar, leer e incluso descansar. Estaba casi sin dinero. Una vez tuve el deseo de comerme una zanahoria. El Señor lo leyó en mi corazón. Entonces, andando por una de las principales avenidas de Buenos Aires, aquella del obelisco, en plena calle una camioneta que transportaba verduras dejó caer accidentalmente frente a mí una grande y hermosa zanahoria. Dios me la proveyó; aunque yo de vergüenza no me atreví a recogerla. Pero mucho me alegré con el Señor al ver que aunque Él ya sabía que yo no la iba a recoger, aun así la puso delante de mí; Él sabe que a veces no vamos a aprovechar lo que nos provee, sin embargo no deja de proveerlo, sino que se asegura de que su amor sea manifiesto delante de nosotros, aunque sabe que a veces no lo vamos a ver o a aprovechar. ¡Qué dulce honor! ¡qué exquisita delicadeza! Cuando llegaba la noche, yo regresaba a la institución de beneficencia. Una vez fui citado por la directora del lugar. En la entrevista me pidió que me afeitara y me cortara el cabello. Le dije que no, que eso significaba mi libertad, que por un hospedaje no podía vender mi dignidad. Tal venta de dignidad me había hecho entristecer; había visto a hombres que por asegurarse un techo y una comida caían en la vileza de ser aduladores y otras cosas. Me molestaba en gran manera cómo aquellas instituciones que son de beneficencia, por el simple hecho de brindar un poco de ayuda ofrecida por otros donantes, se arrogaban el derecho de querer manipular a otras personas, jugando con su honor y dignidad, aprovechándose de su necesidad. Muchos tratan a los ayudados como si fueren seres inferiores, extorsionándolos, queriendo sacar de ellos por la fuerza alguna pleitesía a cambio de un plato de comida que ni ellos mismos proveen sino que apenas administran de las manos de otros más generosos. La razón por la cual digo esto es solamente para poner de manifiesto tales condiciones, sin embargo yo mismo fui respetado y estoy agradecido por la ayuda recibida durante mi peregrinación. ¡Que Dios nos conceda ayudar desinteresadamente, sin rebajar la dignidad de aquellos a quienes ayudamos! Todos tenemos tiempos en los cuales podemos dar ayuda, y también en los cuales la necesitamos de otros. La torta puede darse vuelta en cualquier momento. Muchas veces, cuando la gente nos recogía en el camino y nos ayudaba haciéndonos avanzar unos kilómetros, el consuelo que teníamos era el de tener que contar de otros países, costumbres y culturas. Muchos nos recogían para tener a alguien con quien conversar durante el viaje. Nos consolaba cumplir una misión informativa y amenizadora. ¿No hacen lo mismo los periodistas y artistas? Nosotros éramos raidistas también con algo que ofrecer. En la ciudad de Buenos Aires me fui a los subterráneos del metro y allí con mi Biblia empecé a estudiar con la guía de los estudios en hojitas de los adventistas. Ellos hablaban de muchas cosas, de la ley, del sábado, pero lo que verdaderamente me fue útil y que fue aquello que el Señor utilizó en mi vida fue la concatenación de preguntas con respuestas bíblicas acerca del perdón. Recuerdo que me senté en un puesto de sandwiches y gaseosas del subterráneo metropolitano y seguí verso a verso ese importante tema de la gracia. ¡Y qué paradoja! Dios usó los escritos de los "legalistas adventistas" para llevarme al conocimiento de la gracia. Recuerdo aquella memorable ocasión en el subte de Buenos Aires. Casi lloraba de emoción, pero me retenía por causa de las gentes a mi alrededor. "Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos".[3] "La sangre de Jesucristo Su Hijo nos limpia de todo pecado".[4] Entonces comencé a comprender el carácter expiatorio y sustitutivo de la muerte de Jesús Cristo. Ahora, en esta parte del viaje, el Maestro comenzaba a convertirse en Salvador, para luego comenzar a ser Señor. Yo leía la Biblia, pero Dios utilizó aquella guía para iluminarme. Había usado mi experiencia con alucinógenos para llevarme a pensar en Dios. Luego utilizó el misticismo oriental y el yoga para llevarme a la figura de Jesús el Maestro. Entonces usó a los a sí llamados testigos de Jehová para llamar mi atención a la Biblia. Y ahora usaba a los adventistas para que me asegurara del perdón de mis pecados por los méritos de la sangre derramada de Jesús Cristo. La gracia de Dios pasaba por encima de todas las herejías y necedades para alcanzarme. En aquel subterráneo de Buenos Aires yo estaba embargado de gratitud hasta lagrimear. Tenía que esconderme para ocultar la emoción de ese descubrimiento. Yo lo había leído antes, pero allí lo comprendí espiritualmente y lo creí con el corazón. No basta con un mero asentimiento intelectual; tiene que aplicarse con fe en ese reino del espíritu. Entonces me fui al parque Palermo de Buenos Aires y allí me acomodé en un paraje solitario sobre la grama y leí el libro de Elena G. de White y una cosa iluminó mi corazón. Allí ella hablaba de entregar nuestra voluntad y morir a nuestro yo; renunciar a nosotros mismos para que Cristo fuera nuestro gobernante y guía en todas las cosas. Hasta Buenos Aires yo tenía mis propios planes. En Bogotá había tomado un mapamundi y había trazado un recorrido que abarcaba casi todos los países del mundo, con excepción de uno que otro donde pensaba que sería difícil el raid. Durante el viaje ya había querido embarcarme. También en Buenos Aires fui al puerto buscando la posibilidad de irme en barco. Mis planes eran pasar de Sudamérica al África, de allí al Medio Oriente y Europa, y desde el norte de ésta pasar al Asia, Oceanía, Japón, Norteamérica y Centroamérica. También había planeado fundar en algún país, quizás en Italia en la casa de los abuelos, una comunidad. Pero al leer el libro de Elena G. de White en el parque Palermo de Buenos Aires, comprendí que de allí en adelante Jesús Cristo debería ser quien planease toda mi vida y dirigiese todos mis pasos. Entonces renuncié a mis planes e ilusiones y me decidí allí en Palermo rendir mi voluntad y mi yo al Señor Jesús Cristo. Allí en el parque estuve orando e hice mi pacto con el Señor. Fue algo definitivo que he procurado guardar hasta hoy. Me levanté sin saber a dónde ir. Ahora sabía que Jesús Cristo era mi amigo; aquel que yo tanto había buscado y deseado, y que Él me guiaría a donde quisiera. Me confié completamente a Él. Salí del parque y esperaba que el Señor me dijese qué calle había de tomar. Deambulaba por Buenos Aires esperando Su guía. Me imaginaba que Él me hablaría de alguna manera extraña. Ahora había entregado a Él mi vida y Él era responsable por mí. Todavía no entendía que Su guianza no requiere que yo deje de ser responsable. Caminé por las calles, y como todo parecía continuar igual, excepto la certeza de Su presencia y la convicción de Su amistad, ahora mascullaba por las calles en un continuo diálogo con Él. Entonces pensé: -quizá debo continuar mi ruta hasta que Él haga algo. Esperaré en Él continuando normalmente hasta que Él mismo cambie la situación. Entonces partí de Buenos Aires rumbo al Uruguay. Decidí ir por tierra; así que me dirigí a Gualeguaychú, en la provincia de Entre Ríos. En uno de los pueblos, mientras esperaba en las afueras junto a la ruta algún vehículo, el comisario policial pasó en la camioneta de policía y me llevó a otro superior para que me interrogara, y me detuvieron allí decente y caballerosamente. Era la época de las desapariciones en Argentina a los militantes de izquierda. Estuve detenido hasta que hablasen con el inspector general de la región. Este también me interrogó y al final resultamos amigos. Me invitó a pasar unos días allí comiendo en el casino de los oficiales. Durante estos días seguramente hicieron las averiguaciones necesarias de mis antecedentes con la interpol. Pasados unos días seguí mi viaje hacia Gualeguaychú. Un abogado me recogió en el camino y me invitó a su casa. Me di un buen baño y él puso su casa a mi disposición, inclusive su estudio y equipo de música. Estuve escuchando música clásica tranquilamente en la cómoda casa de este abogado. Cuando regresó de su trabajo y me encontró disfrutando de lo que él mismo me ofreció, me comentó en muy buen espíritu que él se mataba trabajando para poder conseguir las comodidades que tenía, pero no tenía tiempo para disfrutarlas, pero en cambio yo, que no tenía nada, podía disfrutar tranquilamente, y sanamente me envidió. En un pueblo tuve que dormir bajo el horno apagado de una parrilla. Así que había días buenos y días difíciles. En Gualeguaychú me hospedé en la casa del hermano de un renombrado artista de televisión, Pipo, y estuve varios días compartiendo ideas por invitación de ellos. Un diario de la localidad me entrevistó. Yo era un raro especímen ambulante. Les hablé del fin del mundo. Por todas partes por donde iba expresaba mis convicciones. En Gualeguaychú me embarqué en una lancha de pasajeros a lo largo del río del mismo nombre y desembocamos en el caudaloso río Uruguay que estaba crecido y peligroso. Así llegamos al puerto de Fray Bentos en Uruguay. Yo seguía esperando en el Señor pidiéndole que me guiara y que me hiciera conectar con Su verdadera iglesia, aquella que yo leía en el Nuevo Testamento, en los Hechos de los Apóstoles. Este período del viaje acentuó profundamente en mí la convicción del carácter corporativo de la vida cristiana. Por todas partes por donde iba buscaba rastros de aquel cuerpo. En algún lugar habría de estar. Comprendí perfectamente que a través de Cristo estamos entrelazados por coyunturas en un perfecto acuerdo de comunión y amor en la unidad de la participación común con la naturaleza divina. Esto se me hizo muy claro en la soledad del viaje y especialmente desde Uruguay en adelante. La necesidad se hacía cada vez más notoria. De Fray Bentos partí hacia la ciudad de Mercedes. La noche me tomó en el camino y la lluvia me empapó totalmente. La comprensión de la corporatividad de la Iglesia se hacía muy viva, y mucho más en la soledad del viaje. El trayecto de Fray Bentos a Mercedes fue muy especial. Deambulaba solo por la carretera bajo la lluvia, completamente empapado y de noche, sin nadie a donde llegar, sin rumbo fijo, sólo, ahora con la única esperanza de que Cristo me conduciría a alguna parte. Busqué donde dormir bajo el techo de una piecita abandonada detrás de una construcción para fábrica o algo así. Continué luego el viaje hasta Montevideo. A pesar de lo escabroso del viaje en lo exterior, mis cartas se hacían cada vez más optimistas. Cristo significaba más y más. Al pasar por una avenida en Montevideo leí en una pared: "Iglesia Metodista Libre". Asistí a la reunión, pero todo me pareció tan diferente, tan decaído, que de ninguna manera pude identificarlo con aquello que yo buscaba. No fue mucha mi suerte en Montevideo. Las cosas no parecían fáciles. Además, en ese tiempo era tiempo de violencia y los tupamaros por un lado y el ejército por otro hacían el terror de la nación. Abandoné la ciudad muy pronto y triste por no hallar todavía lo que buscaba. Entonces crucé el país de sur a norte pasando rápidamente por Canelones, Durazno, Paso de los Toros, Tacuarembó hasta Rivera. Allí comenzó en mí la conciencia de estar a la rivera de algo. |
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