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VISLUMBRE EN AGUAS AGITADAS Corrían los años 1969 y 1970. Yo estaba en los primeros años de estudio de En la biblioteca de la facultad de filosofía y en la central de la universidad, obtenía prestadas obras de Nietzsche, una que otra de Sartre, las filosóficas; leía también sus novelas, y las de Camus, de Kafka y otras. Era precisamente esa línea existencialista la que dominaba mi pensamiento. Leía también psicoanálisis y psicología; principalmente a Freud, de quien tenía en mi biblioteca las obras completas, y a quien leía apasionadamente como a Nietzsche. Mi aprovechamiento en las clases de psicoanálisis era bueno por causa de mis lecturas asiduas. Nietzsche y Freud influían bastante en mi pensamiento; también From, de quien había leído entre otros "El Miedo a Recuerdo que antes de todo esto, cuando apenas estudiaba primaria en un colegio de curas católicos, se infiltraron algunos profesores comunistas los cuales nos enseñaban solapadamente en clase las corrientes del materialismo dialéctico en forma rudimentaria. Hablaban también de la plusvalía, del salario real y aquellas cosas. Mi mente juvenil, apenas adolescente, no se interesaba por aquello. Yo tenía otro tipo de inquietudes, primeramente religiosas, y entonces filosóficas. Aquellos profesores fueron echados del colegio cuando se descubrió su trama. Hasta el segundo año de bachillerato yo había querido ser un santo, y me lo propuse esforzándome en mi conducta. Pensaba que mis padres y profesores se darían cuenta y me alabarían. Yo deseaba que ellos hablasen bien de mí. Poco a poco vi que mis esfuerzos por santificarme eran grandes, y sin embargo a nadie parecía importarle. Me habían comentado que cierto muchacho del cuarto curso, alumno muy estudioso y aprovechado, era un santo. Yo estaba en tercero. Le miraba en el recreo, como espiándole para ver cómo era que él era santo, pues aquel comentario acerca de su persona me hacía admirarle. Pero un día escuché de su boca una mala palabra y me escandalicé. Pensaba yo también que a nuestro profesor de religión, un sacerdote católico de apellido García, y al papa Juan XXIII, podrían canonizarlos. En clase de historia sagrada se nos enseñaba acerca de los concilios ecuménicos, acerca del avance del papado y del cambio de nombres que se daba entre estos últimos. Entonces, en el grupito de mis amigos adolescentes, como cierto aspecto de nuestra "barra", organicé una especie de departamento en el que íbamos a practicar la santidad. Nos levantábamos de madrugada para ir a misa, repartíamos a los pobres alimentos sacados y hasta robados de nuestra propia casa, y también de nuestras ropas, por lo que éramos reprendidos. Nos encerrábamos en una alcoba para flagelarnos a nosotros mismos con cinturones pretendiendo ser ascetas y mártires. Nombrábamos entre nosotros a un jefecillo que se colocaba un nombre nuevo así como hacían los papas. Mi influencia hacía que yo resultase el líder, y por eso para cada período soñaba con el nombre de Domingo I en honor a Domingo Savio, o entonces Domingo II, o Martín I, según la época esperada de actividades. Lo curioso es que también dentro de nuestra misma barra llamada "Ases", teníamos otra especie de departamento, llamada "los cruzdiablos", y vestidos de antifaces salíamos a robar zanahorias y ciruelas de la huerta de la facultad de agronomía que quedaba cerca de casa. Aquella fue mi adolescencia, hasta que desanimado ya después de terminar mi segundo año de bachillerato a la edad de 12 años, hubo, principalmente en vacaciones, un cambio de rumbo en mi pensamiento. Efectivamente, me fui de vacaciones a la ciudad de Manizales, y allí entablé amistad con mi prima Gloria Zapata, la primera chica de la cual me enamoré. Ella había dicho que los anteojos oscuros me quedaban muy bien; así que desde allí en adelante comencé a interesarme en ella; o sería mejor decir que comencé a interesarme en el interés que yo pudiera despertar en ella. Así, pues, que me enamoré. Aprendí a escuchar a los Beatles. Acompañé a mi prima a comprar el segundo long-play de los Speakers, y así la música moderna comenzó a gustarme juntamente con mi prima. Íbamos a las discotecas durante las ferias de Manizales acompañados por mamá. Mi prima era una gran bailarina. Yo, en cambio, era terriblemente tímido. Nunca bailé una pieza completa. Un pedacito de una fue todo mi intento alguna vez y fracasé. Me sentía ridículo bailando; por eso en las fiestas prefería arrinconarme a charlar o a escuchar música. Solamente después de conocer a Cristo conocí lo que era danzar con toda libertad delante de la presencia de Dios. Fue a partir de aquellas vacaciones en Manizales que cuando regresé a Bogotá para mi tercer curso de bachillerato me interesé por otras cosas. Mi prima me había dado un golpe sentimental cuando en una ocasión simplemente quise acomodarle un mechón de su cabello; entonces ella me rechazó con un ajá; además también supe que le gustaba un muchacho de Medellín. Regresé a Bogotá y comenzó mi época de rebelión juvenil. De la religión pasé a interesarme por la filosofía. Me fui entonces a la biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá y me enfrasqué en el libro de Jean Paul Sartre: "El Ser y En aquella adolescencia inmediatamente anterior a mi primera época de grandes lecturas, todavía no leía mucho, pero cuando otra prima ya mayor, simpatizante de la reflexología, nos visitó en casa una noche, yo me puse a discutir con ella y entonces ella comentó con mamá que se veía que yo leía mucho. Realmente todavía no leía mucho, pero desde entonces comencé a leer intensamente. Lo que puede hacer uno u otro simple comentario. Las noticias del hippismo me llegaron a través de revistas y entonces me identifiqué con aquel movimiento y Pero entonces, por otra parte, en variadas ocasiones experimenté con alucinógenos. No buscaba meras diversiones, sino experiencias en profundidad. Más de una docena de veces experimenté con marihuana y en una ocasión ingerí de una vez 5 hongos alucinógenos. Recibí impresiones muy fuertes, como si se tratase de otras vidas, de otros mundos y de otros estados. Aprecié la relatividad del tiempo y la sensación de la eternidad. Pensaba yo que me había encontrado con Dios mismo y lo había conocido. Eso me volvió un místico buscador de Dios. Me pareció tener una especie de muerte clínica. Luchaba con la muerte hasta que tuve que aceptarla; entonces descansé y pasé a esa dimensión misteriosa donde creí conocer a Dios, la gloria, la eternidad, el amor eterno, la aceptación divina y la comisión de regresar para amar en silencio reconciliándome con todos aquellos con quienes tenía dificultades, especialmente con mi madre. En aquellos viajes alucinógenos conocí también la sensación profunda del absurdo, la resignación, la percepción extrasensorial, el abismo y el terror, y otras varias experiencias, sentimientos y pensamientos. Yo sentía por aquellos años que vivía muy intensamente. Por causa de las muchas experiencias y lecturas de filosofía, psicología, literatura, especialmente la moderna, y demás, a los 19 años ya me sentía viejo. Ese era mi sentimiento normal; como si cargara sobre mis espaldas el peso de los grandes problemas de los hombres; mis hombros se encurvaban. No se trataba de mis alucinaciones, sino de mi normalidad. Llegué a ser fatalista, visionario del caos. Me sentía viejo y buscando un algo que no sabía qué. Recuerdo que en una ocasión escribí algo como esto : "Me parece que debiera pertenecerle a alguien". Había querido ser dueño de mi mismo y lo había intentado con todo mi corazón luchando en contra de cualquier convencionalismo; pero al sentirme dueño de mi mismo, esto me resultaba completamente absurdo. Y aquellos sentimientos se intensificaban bajo el efecto de la marihuana. ¡Oh, qué inmensa soledad era aquella! Sin embargo, allá en lo profundo abrigaba una secreta esperanza que me animaba en la búsqueda. Pero no podía definirla; estaba embotado. ¿Por qué tengo esperanza? ¿de qué? ¿de parte de quién? ¿Estaría esperando acaso el amor de una mujer? Lo dudaba. Sospechaba que se trataba de algo más que eso. No obstante, me deslizaba como a través de una niebla espesa. Fue en ese vértigo que ingresé a la universidad para estudiar psicología. Con Nietzsche, Freud, Sartre, Camus, Kafka y demás, el caos aumentó como también el intento de justificar el libertinaje y la independencia total respecto de los valores establecidos. Había buscado el dominio de sí, pero también me asustaba el absurdo del para qué y la pregunta del por qué. La inmensa fragilidad del ser humano me desconcertaba. Cuan desilusionado estaba de todo. Observaba al psiquiatra que era mi profesor de psicofarmacología, y a la doctora que era mi profesora de psicoanálisis, y no podía encontrar en ellos nada especial que justificara la continuación de mis estudios para llegar a ser alguien como ellos. Entonces me entró el deseo de conocer todos los países y culturas del mundo y quizás después morirme de una sobredosis de LSD. Lo conversaba con mis amigos Richard Tovar y Jairo. En el apartamento de este último nos reuníamos a escuchar música clásica y a hablar de intelectualismos. Veíamos películas de Bergman, Fellini, Antonioni y otros nombres aureolados de la edad moderna. No encontraba nada, pero hablábamos y hablábamos. ¡Qué inmensa búsqueda y qué terrible desilusión! No sé como era que se escondía una esperanza recóndita e indefinida dentro de mí. Cuando escuchaba la música de Juan Sebastián Bach, hervía dentro de mí la sospecha de un algo muy sublime que yo desconocía. Fue entonces que después de las experiencias negativas con marihuana que aumentaban el absurdo del existencialismo, que hacia el final de este período tuve las experiencias con hongos alucinógenos que describí y que me llamaron la atención sobre Dios y me recordaron la relación de Dios con el ser y otras dimensiones. La mística ancló en mi alma y me dediqué a indagar más profundamente primero en el orientalismo. Me llamó entonces más la atención el Bagabadgita, el Yoga, la historia de Sidharta Gautama Buda. Fue por medio del yoga que la figura de Jesús comenzó de nuevo a cobrar interés para mí que había estado debajo de los prejuicios anticristianos principalmente de Nietzsche y Freud. Por ese tiempo llegué a considerar a Jesús como uno de los místicos, uno entre varios, uno de los maestros yoga. Fue también entonces que Dios hizo que Corrían, pues, entonces los años 1969 y 1970. Un hombre de apellido Ruiz, de la secta o denominación de los a sí mismos llamados testigos de Jehová, llegó a casa y golpeó a la puerta. Mamá le abrió, pero lo dejó conmigo. Yo descendí las escaleras para atenderlo. Entonces comenzó a hablarme del Reino de Dios y del fin del mundo; de las profecías de Por intermedio del sr. Ruiz comencé a descubrir algo acerca del valor de este singular Libro. Era interesante ver cumplirse al pie de la letra las profecías contenidas en él. Por otra parte, el sr. Ruiz refutaba varias de las doctrinas católico-romanas, y aunque yo no era católico-romano, me resultó curioso oír otra campana diferente a la que había oído desde chico en cuanto a ciertos respectos. La picardía de querer refutar a los católico-romanos con aquel pequeño tizne de teología, se apoderó de mí un poquito y comencé a conversar con mis amigos de juventud que tampoco sabían nada acerca de lo que los a sí llamados testigos de Jehová presentaban diferente a los católico-romanos. Como generalmente hacen los miembros de esa corriente al vender su literatura, me ofrecieron unos estudios bíblicos semanales en mi propia casa. Los recibí durante un año, a veces acompañado de un muy querido amigo mio: Ernesto Zerda. Estudié con el sr. Ruiz los libros "Cosas en las cuales es imposible que Dios mienta" y "La verdad que lleva a vida eterna". A Ernesto le destruyeron los libros en su casa y le prohibieron asistir más a las reuniones. El sr. Ruiz me parecía un buen hombre. Mamá nos servía café mientras estudiábamos. No obstante, algunas de las interpretaciones de ellos tampoco cuajaban en mi corazón. Me lucían acomodadas, bastante humanas, y quizá forzadas. Sin embargo agradezco a Dios que de todo aquello me quedó por lo menos el interés por Entonces, con un amigo llamado Benigno Galvis, comenzamos a leerla por nuestra propia cuenta. Charlábamos de asuntos místicos. Yo mezclaba todavía con los asuntos aquel viejo fardo de experiencias y de lecturas pasadas. No obstante, Dios mismo, entonces, apareció en el mismo centro de mis inquietudes. El asunto era precisamente por allí. Se definía y perfilaba el norte de la búsqueda. Recuerdo que después de aquella experiencia alucinógena con hongos hacia el fin de este período compuse aquella canción que dice: Voy a volver a Ti, Dios mío. Voy a beber de Ti, Señor. Tu naturaleza me sonríe. Naturaleza sonriente. ¡Aleluya! La canté con todo mi corazón y algo se estremeció dentro de mí en aquel jardín de la carrera 42 en Bogotá. Subimos entonces al cuarto de Benigno como acostumbrábamos hacerlo para nuestras tertulias, pero esta vez me escondí debajo de su cama, y mientras los demás hacían otra cosa, lloré. Lloré aquella canción: voy a volver a Ti, Dios mio; voy a beber de Ti, Señor. Lloré porque ahora ya sabía definitivamente por dónde debería encaminar mi búsqueda. Ya no se trataría de mera filosofía, ni de mera psicología, ni de mera literatura, ni de cine, ni de arte, ni de ninguna otra cosa, sino del mismísimo Dios. Benigno se dio cuenta de mis sentimientos. Algo muy pequeño le hice saber. Pero él me dijo: -¡Yo no quisiera sentirme así!- Me pareció extraña su expresión. Pensé que quizá no comprendía de lo que se trataba. Pero entonces, al observarlo detenidamente, vislumbré algo acerca del problema del hombre, que es el mismo problema del diablo: quiere ser adorado; quiere ocupar el lugar de Dios. Nuestra afinidad con Benigno se diluyó. Comencé verdaderamente a querer ser un gran místico. Anhelé la paz; ser un hombre de paz, un hombre de amor, un hombre de mansedumbre, un hombre de dulzura, un hombre de sabiduría; algo así como un santón, como un Jesús Cristo o alguien así. Todavía yo no entendía bien en ese tiempo la singularidad de Jesús Cristo, pero Él era mi modelo. Entonces constantemente me apartaba a meditar. Me iba a los jardines, bosques y laderas del Parque Nacional de Bogotá y mientras observaba las flores procuraba meditar según la tradición yoga. Buscaba en las lomas y en los bosques lugares tranquilos y claros, dejando el bullicio de la ciudad abajo. Me colocaba en la posición de loto para meditar. También leía atentamente los salmos y otras partes de Eso, la luz interior, era la experiencia deseada, porque, ¿qué era la resaca de la filosofía pasada? ¡el vacío interior! Ahora buscaba más bien la luz interior y el asunto era con Dios mismo. Por allí vislumbré la verdadera relación con la verdadera filosofía, con lo verdadero acerca del ser y de la nada, lo verdadero acerca de la luz y del vacío, lo verdadero acerca de la ubicación y del absurdo, lo verdadero acerca del cielo y del infierno. |
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